jueves, 16 de octubre de 2025

Las agujetas amarillas

I. El Abuelo Seamus

El folclore popular, con el paso del tiempo, va diluyendo poco a poco los relatos de la memoria de los pueblos. Muchas historias se extinguen, pero otras se mantienen con persistencia a lo largo de los años.

Tal es el caso de esta antigua leyenda. En ella encontramos vestigios de una enseñanza heredada por generaciones.

Se cuenta que, en Irlanda, en un pequeño poblado asentado en las verdes y recónditas colinas de Glenmore, existía una pequeña cabaña de piedra.

La niebla la rodeaba con su encanto y se deslizaba sigilosamente entre los robles cercanos.

Allí, en ese pequeño refugio, vivía la familia O'Connell, cuya riqueza no era tanto material, sino de la alegría, el trabajo y la nobleza de sus almas.

Su vida era sencilla, como la de cualquier familia del poblado, marcada por los ritmos del día y de la noche, de los días soleados y de lluvia, con una cadencia similar a la del río que nunca olvida su cauce.

Dedicaban sus faenas diarias al cultivo de sus parcelas y a la crianza de animales domésticos, además de las rutinas propias del hogar, que desempeñaban a veces con fatiga, pero con una gran satisfacción interior.

En la casa de los O'Connell, el más anciano de sus miembros, el abuelo Seamus, yacía postrado en su cama, confeccionada de madera y lana. El abuelo respiraba con calma, como quien sabe que cada día tiene su final. Sus profundos ojos azules y brillantes contemplaban el lugar, una habitación modesta pero cálida y silenciosa.

Con una voz apagada pero firme, pidió traer a su nieto Steve. El pequeño Steve, de nueve años, el mayor de tres hermanos, era un chico curioso y despierto, y en ese momento se encontraba jugando a las afueras de la casa.

Cuando el chico estuvo en la habitación, el viejo Seamus pidió quedarse a solas con él.

—Ven aquí, Steve —dijo el abuelo, con un tono tranquilo—. He esperado este momento más que cualquier otro.

El pequeño se acercó, intrigado, y observaba con toda atención a aquella figura de barba blanca y tez marchita.

—Estas agujetas —explicó Seamus— han pasado de generación en generación. Mi abuelo me las entregó a mí, y yo las entrego ahora a ti. Son simples hilos, piensas, ¿verdad? Pero llevan consigo algo que el oro no puede comprar: paciencia, observación y fe en lo que aún no se ve.

Steve escuchaba intrigado y miraba fijamente aquel par de cordones amarillos, un poco gastados por el tiempo, pero en sus hilos llevaban entretejidas indescriptibles historias. Sus dedos temblaron al tocarlas, como si rozara no un cordón, sino un rayo concentrado de Sol.

Cuando el abuelo las puso en las delicadas manos de su nieto, éste frunció ligeramente el ceño. Su mente infantil había jugado con la idea de que recibiría algunas monedas, algunas gemas o quizá un pequeño tesoro escondido. En cambio, sólo empuñaba unos simples hilos amarillos.

—¿Eso es todo? —preguntó con un tono apenas perceptible de decepción en su voz.

—Eso es todo —contestó Seamus, que, con una paternal sonrisa, añadió—. Siéntete afortunado. Es más de lo que muchos podrían comprender. Úsalas con cuidado, no las pierdas nunca y camina con ellas puestas todos los días. Con el tiempo, descubrirás cómo hacerlas servir. Ten paciencia. Aprende de ellas y te traerán sabiduría. Y, mi querido Steve, mantén mis palabras en secreto.

El niño sostuvo las agujetas con respeto y confusión, sin comprender del todo las palabras del abuelo. Pero en el fondo, algo de aquella advertencia quedaba grabado en su incipiente memoria, como arcilla que se cuela entre las grietas de una ruinosa pared.

Aquella noche se sintió de improviso una ráfaga de viento golpear las ventanas, y los búhos ulularon sobre los tejados. El anciano Seamus había cerrado los ojos para siempre.

Steve, despierto, se quedó junto al lecho del abuelo, acariciando su regalo, su preciada herencia, consciente de que algún día aquellos hilos brillarían como la luz del sol, aunque aún no lo supiera.

Aquí, en medio de la negrura de la noche, bajo la quietud de Glenmore, con la vigilancia silenciosa de los robles, inicia la historia de Steve y sus agujetas amarillas, las cuales lo llevarán a un viaje único que transformará su corazón, mientras aprende a caminar al ritmo del Sol, de la Luna y de la Tierra misma.

II. Las burlas y la espera

Los largos y tediosos días se alternaban con noches apacibles, y desde Glenmore, el Sol parecía danzar, jugando con las colinas, para finalmente terminar su recorrido y descansar al ocultarse tras el horizonte.

Steve, a cada mañana caminaba hasta la escuela del pueblo. Sus botas viejas lucían unas extrañas agujetas amarillas, bien atadas. El chico cumplía con lo prometido a su abuelo.

En la escuela, los colores de sus agujetas brillaban tanto al mediodía que los otros chicos lo notaron enseguida, para enfado del pequeño Steve.

—¡Miren las botas de Steve! —gritó uno, entre risas—. ¿Ya las vieron? ¡Lleva rayos de sol en los pies! ¡A ver si no se quema!

Las carcajadas resonaron como el eco en las montañas de Glenmore.

El chico no respondió nada. Se limitó a bajar la mirada, a apretar con firmeza los cordones y a seguir caminando como si aquellas risas sólo fueran murmullos pronunciados por el viento.

Pero, por dentro, sentía que un nudo apretaba con fuerza su pecho. Le parecía incomprensible que algo tan simple, un regalo hecho con el corazón, pudiera provocar semejantes burlas.

Aquella tarde, su madre lo encontró sentado junto al fuego, tratando de ahogar las burlas de sus compañeros con el crepitar de las brasas.

—No llores por lo que dicen —le susurró con ternura—. Tu abuelo creía en las cosas pequeñas, las que los demás no miran. Si él las puso en tus manos, es porque vio en ti algo que los otros aún no ven.

El chico asintió, sin decir palabra, todavía absorto en sus pensamientos, como quien trata de descifrar un misterio. Afuera, el viento movía las ramas de un viejo roble, el mismo que su abuelo cuidaba desde joven. Le pareció que aquel sonido le hablaba en un idioma que apenas empezaba a reconocer sin entenderlo del todo.

Comenzó poco a poco a despertar su curiosidad por la sucesión del tiempo, por los fenómenos naturales, la lluvia, el germinar de las semillas en la tierra, cómo el ímpetu de los ríos crecía en primavera y disminuía en invierno, los caminos invisibles que recorren los pájaros por el aire, las hojas que caen no por cansancio, sino por obedecer a un orden más grande.

A veces, por las noches, cuando todos en casa dormían, el joven, como obedeciendo a un llamado misterioso, salía descalzo al patio y observaba el cielo. Contemplaba el plateado resplandor de la Luna y cómo las estrellas adornaban armoniosamente el firmamento, emitiendo sutiles destellos, lo cual le recordaba el brillo de los extremos de sus agujetas.

Allí, con voz solitaria, dirigiéndose al infinito, preguntaba: “¿Qué querrías decirme, abuelo?” Pero el viento sólo respondía con un suave rumor de hojas.

Los años fueron apilándose uno tras otro. Las agujetas cambiaban de calzado, se llenaban de polvo, pero nunca se rompían. En cada nudo que Steve hacía a los zapatos, percibía que algo intangible se anudaba también en él, como un pacto, como una promesa, como una lección que le esperaba por aprender.

Las burlas en el pueblo, como era de esperarse, nunca cesaron. Eran como lluvia: a veces intensas, y otras, moderadas. Pero calaban en los huesos del chico, a quien lo tildaban de supersticioso, o que, simplemente, era su forma pueril de llamar la atención.

Con el tiempo, el pequeño Steve aprendió a sostenerse interiormente repitiendo en silencio para sí: “Algún día sabré para qué sirven”, mientras recordaba el rostro amable del abuelo.

Una tarde de otoño, mientras regresaba del bosque con un saco de leña en la espalda, se detuvo en un claro, donde el aire olía a tierra húmeda y las hojas caían con un rítmico vaivén.

Miró sus pies y notó que los cordones extrañamente parecían más dorados que nunca, como si la luz del atardecer se sintiera atraída hacia ellos. Por un momento sintió que el tiempo se detenía y que el bosque respiraba con él. Luego, aquel momento casi mágico se desvaneció y todo volvió a la normalidad.

Esa noche, luego de la cena familiar, su madre lo observó desatarse las agujetas de las botas y le preguntó con una sonrisa algo cansada:

—¿Aún las usas?

—Sí —respondió él—. Prometí al abuelo usarlas todos los días.

Ella asintió serenamente y notó que los ojos de Steve se llenaban de un brillo que no supo interpretar. Tal vez el muchacho estaba creciendo de una forma distinta. Guardaba el recuerdo del abuelo de manera casi religiosa. Crecía, sí, pero, por ahora, hacia su interior, como un árbol que se fortalece al echar sus raíces en profundidad antes de hacer brotar sus ramas.

En Glenmore, todo parecía haber cambiado muy poco. La gente se había acostumbrado, sin cuestionar, a un ritmo de vida dictado por la sabiduría colectiva heredada generación tras generación.

Y aquel niño se volvió joven, el joven casi un hombre. Steve seguía al Sol cada día. Lo veía nacer y morir, mientras el río mantenía con constancia su curso.

Y dentro del corazón del nieto de Eamon, algo se movía despacio, algo que no tenía prisa, algo que esperaba el momento adecuado para darse a conocer. Era como si las agujetas amarillas evocaran el resplandor del amanecer y esperaran el momento preciso para revelarle al muchacho su verdadero propósito. 

III. El cansancio y la rabia

  Los años pasaron rutinarios sobre Glenmore como la sombra lenta de una nube.

Steve ahora vivía su adolescencia, la cual llegó con un nuevo peso de responsabilidad. Su madre, presa del cansancio de los años, veía minada su salud día tras día. Adicionalmente, la casa que los cobijaba acumulaba un mayor número de reparaciones, lo que se traducía en gastos adicionales.

Así que el muchacho, contando ya con dieciséis años cumplidos, pensó que su suerte cambiaría en la ciudad. Decidió dirigirse allá y, gracias a su entusiasmo, juventud y dedicación, entró a trabajar en un pequeño, pero bien organizado, taller de herrería.

Acostumbrado a sentir las caricias del viento, a tomar con sus manos la tierra para abrirle camino a las plantas, el primer día de trabajo le pareció insoportable.

El olor del hierro fundido, el humo diseminándose por todo el lugar, los martillazos constantes contra el yunque: todo le parecía contrastar con el ambiente en el que había crecido.

Sin embargo, el chico se aferró a su puesto de ayudante. Pronto sus botas y sus agujetas se llenaron de hollín, tornándose de un color casi ocre, casi como el oro viejo.

—¿Qué es eso que llevas, muchacho? —le preguntó un obrero una tarde, esbozando media sonrisa y fijando su mirada en las botas de Steve.

—Unas agujetas —respondió Steve sin levantar la vista, enfocado en su trabajo.

—Sí, ya lo veo, pero parecen de circo. —Acto seguido, los demás trabajadores del lugar se rieron con la risa agria del cansancio.

Steve, aunque molesto, no contestó. Estaba ya habituado a esta clase de burlas, las cuales se habían trasladado de la escuela de su pueblo al taller de la ciudad.

Por la noche, ya en casa, con el cuerpo sudoroso y las manos llenas de ampollas, se sentó frente a la chimenea, donde el fuego ya se había apagado y sólo se desprendían leves volutas de humo de las cenizas.

Miró sus botas, sus agujetas, y pensó en el abuelo. Recordaba sus palabras, sus recomendaciones sobre la fe y el tiempo: “¿Cuánto tiempo?”, se preguntaba. “¿Cuánto hay que esperar para que algo cambie?”

Al día siguiente, muy temprano, regresó al taller. Los días transcurrían a cuenta de martillazos, y el trabajo le curtió el alma, pero le fue quitando el brillo de sus ojos. El muchacho sentía que la vida lo rodeaba sin tocarlo, como si lo ignorase a propósito.

Nunca dejó de usar las agujetas, y, al igual que ellas, llenas de polvillo metálico, se resistían a deshilacharse; el sudor las había vuelto duras como el cuero, y así el temple de Steve se iba forjando en la penumbra del taller.

Algo dentro del chico lo obligaba a seguir, quizá una mezcla desconocida de respeto, costumbre y esperanza. Esto sentía cada mañana al atar sus agujetas.

Pero, una tarde de junio, cuando el calor era insoportable en el taller, los jefes gritaban con enfado, los obreros maldecían, y el Sol caía sobre el tejado como una campana de hierro ardiendo.

Steve sintió que algo dentro de él se quebraba. Sin embargo, con entereza, terminó su jornada laboral en el taller. Pero no emprendió el acostumbrado regreso a casa.

En cambio, emprendió camino colina arriba, hacia los bosques que circundaban Glenmore. No sabía por qué se había dirigido precisamente allí; sólo sabía que necesitaba echar fuera tanto humo y tanto ruido de su cabeza.

Los robles se cubrían de un resplandor anaranjado, despidiendo así a un Sol que comenzaba a ponerse en el horizonte.

El chico llegó hasta un claro que conocía bien, el mismo donde había jugado y escuchado con atención las fantásticas historias del abuelo, quien parecía hablar con la verdad, pero que dejaba abiertos acertijos enigmáticos en la imaginación del pequeño.

En aquel lugar sólo estaba Steve, sin el abuelo. El aire estaba quieto y el silencio, cargado, anunciando el cambio de estación.

Se sentó bajo un roble, sintiendo el peso de la existencia sobre sus hombros. Las agujetas destellaban sutilmente con la última luz del día, pero Steve, abstraído en sus pensamientos, no lo notaba.

Su interior se llenaba, por primera vez en mucho tiempo, de algo parecido a la rabia, al hastío: rabia por la promesa que nunca se había cumplido, hastío por alimentar una esperanza que se desvanecía como los rayos de aquella puesta de Sol.

Hacían eco en su cabeza los años de constantes burlas y el peso de la pobreza.

Con enfado, sacó las agujetas amarillas de sus zapatos y las miró con desagrado.

—¿Y de qué me sirven ustedes? —murmuró entre dientes, apretándolas con el puño.

—¿Dónde están las grandes satisfacciones, abuelo? ¿Dónde está el cambio que prometiste?

Haciendo un gesto brusco, arrojó las agujetas lejos, quedando esparcidas entre la maleza.

Steve se quedó allí, sollozando, respirando con dificultad, con los ojos húmedos y las manos vacías.

El cansancio de la jornada pronto le fue ganando, y con él, el sueño. Se recostó sobre la hierba, bajo el cielo llameante del solsticio de verano, y dejó que el murmullo del bosque lo arrullara.

Pronto empezó a soñar con los días de su infancia, con el abuelo, con los paseos por lugares recónditos, contemplando al Sol hundirse lentamente en el mar, en lugares de espectacular belleza, siempre llevando con alegría sus agujetas amarillas atadas a sus pies.

Y, mientras dormía, algo se movió entre los arbustos: era un leve crujido, quizá un conejo, quizá una presencia antigua.

Aquel ruido inusual lo despertó. Pero el aire era distinto. La luz se había vuelto más tenue, y el bosque parecía respirar a un ritmo más despacio, como si lo observara.

Steve se incorporó, todavía somnoliento, y fue entonces cuando lo vio: una figura diminuta, un ser de barba blanca, con gorro rojo y mirada penetrante. Aquella criatura misteriosa sostenía en sus manos las agujetas amarillas.

El muchacho palideció y, frotándose los ojos, creyó que aún soñaba. Sintió cómo la ansiedad se apoderaba poco a poco de su mente.

Pero el pequeño ser le sonrió y, con voz grave, semejante al eco de una caverna antigua, rompió el tenso silencio:

—No tema, señor O’Connell. No suelo dejarme ver por nadie, sino sólo en ocasiones muy especiales. Y esta vez, parece que el Sol milenario ha querido que me encuentre con usted.

IV. El duende y su sabiduría

Steve se quedó inmóvil.

Aquella diminuta criatura no era un sueño. Tenía el tamaño de un niño de cinco años, pero la barba blanca era tan espesa como si estuviera hecha de espuma de mar. El chaleco verde musgo lo hacía perderse entre la hierba, y sus botas negras brillaban como si fueran un metal recién pulido.

Por fin, Steve pudo articular palabra y le preguntó con voz quebrada:

—¿Quién… quién eres?

El duendecillo ladeó la cabeza con gracia, como si aquel momento le pareciera divertido, y contestó con enigmáticas palabras:

—¡Ah!, los hombres siempre comienzan por esa pregunta. Podría decirte muchos nombres, pero ninguno te diría realmente quién soy. Digamos que soy el guardián de estas tierras y de los tiempos; un viejo amigo de los que aún escuchan el murmullo de la tierra.

Estas palabras resonaron en los oídos del muchacho, quien dio un paso atrás. El duende alzó una de sus pequeñas manos con firmeza.

—Tranquilo, señor O’Connell; no vengo a dañarte. Más bien, creo que has perdido algo que no te pertenecía del todo… y que aún no has aprendido a usar.

Le mostró las agujetas amarillas, ahora relucientes como si acabaran de ser tejidas por la luz del amanecer.

—Son tuyas —dijo Steve, temeroso.

—¿Tuyas? —repitió el duende con una risa grave—. ¿De verdad lo crees? Estas agujetas no son posesión de nadie. Pasan de mano en mano, como el día se entrega a la noche y la noche al amanecer. Tú sólo las has llevado prestadas.

Steve no supo qué responder. El duende lo observó en silencio y luego, sacando algo de su pequeño zurrón, le dijo:

—Mira esto.

De entre el saco extrajo un par de agujetas rojas. No eran de cuero ni de hilo común: parecían hebras de fuego líquido, vivas, palpitantes.

—Estas —explicó el hombrecillo— son hijas del Sol, del deseo y de la sangre. Si las tuyas te ataban al tiempo, éstas pueden atarte a la fortuna. Te mostraré.

El duende enredó una de ellas alrededor de una rama caída. Sus dedos se movieron con gran destreza y delicadeza, y al cerrar el nudo, la rama se volvió de oro puro, emitiendo un resplandor cálido que iluminó todo el claro.

Steve retrocedió, maravillado.

—¿Cómo… cómo lo hiciste?

—No lo hice yo, lo hizo el equilibrio —respondió el duende—. Cada cosa tiene su instante, su propio punto de fuego. El truco es saber cuándo toca al Sol estar despierto y cuándo le toca dormir. Los antiguos celtas lo sabían.

El duendecillo se sentó sobre una raíz y le mostró los extremos de las agujetas rojas.

—Mira bien los símbolos, muchacho. En los extremos de una agujeta verás un Sol completo: eso marca el poder de los solsticios, cuando la luz reina o declina. En las puntas de la otra verás un medio Sol, que es el que gobierna los equinoccios, cuando el día y la noche se miran de igual a igual.

El pequeño ser colocó una agujeta orientada de norte a sur y la otra la dispuso de este a oeste, formando una gran cruz en el suelo.

Le explicó que, al igual que hay cuatro puntos cardinales, hay también cuatro estaciones, dictando un orden a la naturaleza.

Luego de un solsticio viene un equinoccio; luego de un equinoccio, un solsticio, espaciados con sabia precisión a lo largo del año.

Steve examinó las agujetas y observó con asombro que era verdad. Los grabados brillaban como si palpitaran al ritmo de la vida.

—¿Y qué hay de estos dibujos del otro lado? —preguntó.

—Son lunas —dijo el duende—. Son el espejo de los eclipses de Luna, cuando la sombra abraza a la noche. En esos días, lo que envuelvas con ellas se volverá plata.

El chico escuchaba con atención cada palabra que salía de la voz cavernosa del duendecillo.

—Pero escucha bien, Steve O’Connell —su voz se volvió profundamente seria—: nunca las uses cuando el Sol se apague. Cuando la luz se oscurezca en pleno día, ni un nudo, ni una vuelta, ni un pensamiento con estas agujetas debe hacerse. ¿Lo entiendes?

Steve asintió, aunque apenas podía contener la emoción.

El duende le tendió las agujetas rojas con una de sus diminutas manos.

—Te las cambio por las amarillas. Las tuyas ya cumplieron su ciclo. Éstas te traerán lo que siempre has deseado. ¿Qué te parece?

El muchacho dudó un poco. Por unos instantes atravesaron por su mente recuerdos de la infancia atados a esas agujetas. En cambio, las rojas llevaban implícita una promesa de poder.

Luego, pensando en su madre, en la casa cuyo techo se caía a pedazos, la pobreza y los años de trabajo inútil, la balanza se inclinó. Aceptó el intercambio.

Aquel momento fue sellado por un solemne silencio. Apenas las tomó en sus manos, Steve sintió que las agujetas rojas ardían suavemente entre sus dedos, como si una fuerza viva recorriera sus manos, su ser.

—Recuerda —dijo el duende, mientras el aire comenzaba a espesarse de nuevo—: el oro y la plata obedecen a los cielos, no a los hombres. Si rompes el ritmo del universo, él te romperá a ti.

—¿Y las amarillas? —preguntó Steve antes de que el duende se desvaneciera.

El pequeño ser sonrió y lo reconfortó:

—Guárdalas en la memoria. Ya llegará el día de ver nuevos soles.

Y dicho esto, el duende desapareció entre los árboles, dejando tras de sí un olor leve a musgo y una brisa templada, como si el bosque hubiera exhalado un suspiro.

Steve se quedó solo, con las agujetas rojas en las manos y el corazón latiendo con fuerza. Miró las agujetas, maravillado. El oro… la fortuna… el cambio que tanto había esperado, ahora parecía estar al alcance de sus dedos.

—Gracias, abuelo —susurró al cielo—. Quizá tu promesa no era falsa, sólo… tardía.

Ató las agujetas rojas a sus botas y caminó colina abajo, con una confianza y una sonrisa que no había tenido en años.

 No sabía que, con cada paso, los hilos del destino se estaban tensando de nuevo, preparando la lección más grande de su vida.

 

    

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