Un paseo por una ciudad de ensueño; hasta donde el hambre me lleve.
Pasear por una encantadora ciudad que nos es desconocida, siempre es una agradable experiencia.
No seguimos mapas, simplemente deambulamos siguiendo nuestra intuición o curiosidad.
En cierta ocasión, recorría el centro de una ciudad colonial, una bella ciudad como suspendida entre lo real y lo etéreo.
En ese rincón casi mágico, en el corazón de aquella urbe, una gran plazoleta marcaba el punto de partida para los turistas.
La gente se reunía en los diferentes espacios, se sentaba en bancas antiquísimas, observaban los niños correr detrás de las innumerables palomas, árboles adornaban armoniosamente el lugar, y las farolas estaban listas para brindar su luz al caer la noche.
La vida transcurría insensible al paso del tiempo.
Las casas alrededor de la plazoleta habían resistido el cambio de la modernidad, y conservaban la elegancia colonial de otro siglo: balcones de hierro forjado, muros altos grises alternaban con puertas de madera y ventanas adornadas con macetas y flores.
A mediodía se respiraba una quietud amable, con escasos vehículos transitando por las calles con la lentitud de un recuerdo.
Como una colmena que atrae a sus abejas, aquella zona era el lugar preferido de reunión de las personas, como si algo invisible las convocara a permanecer allí, y pasearan por los portales con arcos antiguos, refugiándose, ya sea de los inclementes rayos solares, o de la lluvia, en cualquier caso.
No sólo era un lugar de esparcimiento. También se podían descubrir lugares para saciar el apetito.
Debajo de esos portales, se alineaban pintorescos y atractivos restaurantes y cocinas, cada uno con un particular aroma de comida, prometiendo degustar una comida de agradable sabor.
El hambre empezaba a mandar en mi cuerpo, así que me dirigí a uno de esos restaurantes.
El bullicio tenía ritmo propio: una mezcla de risas, voces y el tintineo de los cubiertos. Desde un tapanco, un músico tocaba inspirado su violín; sus notas flotando entre las lámparas y el humo del café, tratando de dar vida a aquel lugar que veía día tras día esta misma escena.
Recorrí el salón con la mirada. No había espacio. Nadie se levantaba. Nadie parecía advertir mi presencia. Así que, sin replicar a mi estómago, le hice caso, y decidí marcharme.
En los siguientes restaurantes, la escena se repetía: rostros felices, conversaciones interminables, platos servidos y la misma imposibilidad de hallar un lugar para mí.
Hasta que recordé un pequeño local en una esquina del mismo centro histórico.
Atravesé el jardín con paso rápido, guiado por el aroma de la comida y la esperanza de al fin calmar mi hambre.
Pero cuando llegué, el sitio ya no era el mismo; tenía otra fisionomía.
Donde antes recordaba una se servía una deliciosa comida china, ahora un modesto puesto ofrecía comida variada. Tras el mostrador, un hombre y una mujer se movían con ritmo sincronizado, preparando guisos, friendo tortillas, sirviendo tacos que desaparecían en manos ansiosas.
El aire estaba lleno de aromas: caldo, especias, maíz recién hecho.
No había carta, sólo guisos dispersos por doquier en grandes cazuelas y ollas.
Mi mirada se detuvo por un momento, y por fin pedí un caldo de camarón.
La mujer me lo entregó en un cuenco humeante. El aroma era delicioso, denso, casi tangible; y con sólo aspirarlo, sentí que el alma también se alimentaba.
Tomé la cuchara.
Y, cuando el primer sorbo estaba a punto de tocar mis labios...
Sonó el despertador.
Abrí los ojos, aún con el sabor imaginado del caldo en la memoria.
Y sonreí... con hambre, con el antojo de aquellos guisos...
A veces, los sueños nos conceden apenas un instante de satisfacción antes de recordarnos que seguimos hambrientos, con hambre de más vida, de más conocimiento, de más desarrollo, de más plenitud.
Quizá así sea la vida misma: un intento constante por encontrar ese rincón donde el cuerpo y el alma, por fin, puedan saciarse, aunque sólo sea por un momento... ¿No lo crees?
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