LA LEYENDA DEL "NIEBLA NEGRA"
Primera Parte: La Tormenta y la Niebla
La mente del ser humano es como el océano, misterioso, profundo, a veces la calma domina de este a oeste, y otras, inclementes tormentas lo azotan con la furia implacable de los dioses del Olimpo. Cualquier navío, por grande y robusto que sea, puede ser sacudido como una frágil hoja a la deriva, e incluso sucumbir ante las traicioneras aguas marinas.
Tal es el caso del "Niebla Negra", cuya sola mención de su nombre hacía estremecer todo el cuerpo de cualquier marinero. Un barco pirata tripulado por hombres que, por su crueldad y ambición insaciable, eran, a los ojos de todos, ya no seres humanos, sino bestias monstruosas, temibles como el mismo demonio.
Lo que sucedió con aquella embarcación sigue envuelta en el misterio hasta nuestros días. En las tabernas del sur de Inglaterra, se siga hablando de este suceso intrigante, de cómo en una noche cambió el destino de aquellos desalmados, y para nunca más saberse de ellos.
Aquí el relato tal como aparece en una hoja amarillenta y con letras casi ilegibles por el paso del tiempo, escrita con el puño, antes poderoso, de su capitán, el despiadado y temible "Bloodstain".
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Diario de Alistair "Bloodstain" Crowe, Capitán del "Niebla Negra"
Latitud desconocida, noche del 13 de octubre de 1836
Yo, Alistair "Bloodstain" Crowe, por la sangre que corre por mis venas, por aliento que mantiene latiendo mi corazón, doy fe de la autenticidad de los acontecimientos ocurridos aquella noche, bajo pena de sufrir los más terribles tormentos imaginados si faltara a la verdad.
A bordo de nuestro bergantín "Niebla Negra", habíamos luchado durante horas contra una tormenta inesperada en medio del Atlántico. Las aguas calmas y los cielos prístinos de pronto volcaron toda su furia contra nuestra embarcación, como un castigo divino dirigido deliberadamente a escarmentar nuestros temperamentos.
Cuando toda la nave parecía partirse en mil pedazos en medio de las gigantescas olas, y, mi tripulación agotada de hacer con la mayor destreza la labor de mantener el navío a flote, la tormenta cesó. Pero los daños se podían advertir de proa a popa por toda la cubierta.
Aunque la fatiga era extrema, era necesario mantener el rumbo de la embarcación haciendo los ajustes necesarios.
- ¡Arría la vela mayor antes de que el viento nos parta el palo mayor! -gritó el primer oficial Irwing “Iron Will” McKenna, un irlandés de carácter feroz, de mandíbula cuadrada, violento y supersticioso, bebedor insaciable de ron.
- ¡Un momento, señor! ¿Acaso no ve que estoy dejando firme la jarcia de mesana? -respondió gruñendo el contramaestre Cornelius “Old Salt” De Vries, un veterano holandés, viejo lobo de mar, mal encarado, orgulloso, quien cree saber todo, incluso más que su capitán.
- ¡Mateo! ¿En dónde estamos, y hacia dónde nos dirigimos? -le pregunté en voz alta a “El Mapas” Valverde, experto en cartas de navegación.
- Ahora estoy leyendo las brújulas, y cotejando con los mapas, pero seguimos perdidos, capitán; necesito que estas malditas nubes se disipen para poder leer los cielos -respondió Mateo, criollo cubano, tramposo al hablar y al actuar, astuto y escurridizo.
A unos pasos se encontraba un grupo de marinos ordenando la cubierta. Entre ellos estaba cantando Jean “Chanteclair” Dubois, un franco-haitiano que no se dejaba vencer fácilmente por la adversidad, lo cual levantaba la moral de toda la tripulación. Sin embargo, en varias ocasiones fue pillado sustrayendo pequeños objetos de la bodega escondiéndolos en los múltiples bolsillos de su chaqueta.
Kwame “Two Nails” Mensah, un liberano alto y fornido, de tez oscura, el carpintero de abordo, con su calma característica, remendaba tramos de madera a estribor. Silencioso, denotaba que hasta para hablar era flojo y evitaba cualquier conflicto.
Me dirigí, entonces, con voz firme y fuerte, a mis 39 subordinados reunidos en cubierta en afanosas tareas y les dije:
- ¡Hombres de los 7 mares! ¡Temibles entre todos los hombres que surcan la inmensidad de los océanos! Hemos salido airosos de una maldita tormenta que hizo crujir el casco entero de nuestro bergantín. Ahora, lamento anunciarles, que el peligro no ha terminado.
Levanté mi brazo y apunté al horizonte cercano, donde cielo y tierra se rozaban el uno al otro, pero sin tocarse.
El silencio era absoluto.
- Una espesa niebla se acerca a nosotros. Una niebla oscura que me dice que ésta puede ser más destructiva que la maldita tormenta que acabamos de afrontar. "Niebla Negra" es un nombre temible para cualquier mortal, pero también puede ser un presagio de un destino inevitable. No bajen la guardia. Prepárense, y no pierdan la calma aunque el mismo satanás se esconda en aquel abismo negro.
Me retiré a mi camarote, pues he aprendido a leer el mar, cada gota de lluvia, cada brisa débil y fuerte, y cada olor venido de las profundidades del océano. La noche me ha hablado, y sé que estamos por llegar a un punto crucial en nuestras vidas.
Como todos lo esperábamos, la espesa y oscura bruma cayó sobre el navío como un sudario. No se ve ni a tres brazas de la proa. La tripulación está desconcertada.
El timonel, confundido, dice que el mar calla demasiado, que las olas parecen contener el aliento. Ordené cazar las escotas y firmar la jarcia; órdenes que se ejecutaron con la velocidad de un rayo. Pero las robustas cuerdas crujen, como si algo más que el viento las tensara. No es bruma común; lo sé en las entrañas. Quizá sea humo arrastrado por el viento desde el mismo infierno.
La situación en cubierta gradualmente fue empeorando con sucesos aislados, y luego con una multitud de pequeñas desgracias que les ocurrían a cada uno de mis tripulantes.
Salí de mi camarote, pues sentía que todo él se estrechaba contra mí amenazando con aplastarme.
McKenna, el irlandés, mi primer oficial, mascaba maldiciones escupiéndolas con desagrado a los cuatro vientos, cuando una maroma suelta lo golpeó en la mandíbula con la fuerza de un toro embravecido. Juró que nadie la había soltado. Gemía, y vi la sangre correrle por la comisura de los labios y, por primera vez, lo escuché tartamudear.
No mejor suerte corría los demás. El viejo De Vries, quien en un momento se jactaba de su pericia en la jarcia, escuchó la madera retorcerse y el obenque de babor se partió en seco. Nadie había tocado ese cabo. Sus ojos, tan acostumbrados a los nudos, parpadearon con la incredulidad de un novato. El miedo lo había paralizado.
Valverde, pálido como la misma muerte, corrió hacia mí desconcertado, al descubrir que sus mapas estaban en blanco y las brújulas giraban caprichosas sin rumbo, como si la misma mar entera hubiese perdido el norte. Lo vi persignarse antes de murmurar que el mismísimo demonio le soplaba en la nuca.
El perezoso Kwame, el carpintero, no da abasto. Por cada escotilla que repara, aparece otra abierta; cada cuaderna que clava cruje como hueso roto. Sudaba a chorros, clavando clavos como si la cubierta entera quisiera desarmarse.
Dubois, el haitiano, que siempre canta para espantar el miedo, abrió la boca para entonar su shanty y no salió sonido alguno. Lo vi palpar con desesperación su garganta con ojos de ahogado, mientras los barriles de ron a su cargo rodaban solos por la bodega, en una caprichosa danza macabra.
Era como vivir el Juicio Final. Toda la tripulación, otrora llena de valientes e indomables hombres, fuertes y envidiados hasta por el mismo mar, ahora corrían asustados de babor a estribor, de proa a popa, haciendo ademanes como invocaciones para ahuyentar los demonios que se habían apoderado del desgraciado velero.
Mientras cada evento ocurría, se podían escuchar risas y carcajadas, casi infantiles, que parecían surgir de cualquier lugar, dependiendo de dónde ocurriera la desgracia. Su risa burlona estremecía hasta la médula.
Era un espectáculo caótico que desmoralizaba a cada uno de mis hombres.
En manada, se veía a las ratas arrojarse a las profundidades de la aguas, presas de un pánico inexpresable, optando por el suicido a correr con la misma suerte que la tripulación.
Sabía que pronto llegaría mi turno.
Un sudor frío recorría cada poro de mi cuerpo.
Los ojos se me secaron, y tornábanse rojizos, aludiendo a mi apodo de "Bloodstain", mancha de sangre, apodo que me había ganado luego de que mi chaqueta se impregnara de sangre en uno de los tantos abordajes que había realizado. Alguna de mis miserables víctimas dejó esa impronta sobre mis lomos.
El corazón latía angustiado; podía escuchar su latir como un tambor resonando en mi pecho.
Podía mandar a mi tripulación, pero aquellas fuerzas diabólicas estaban fuera de mi control.
- ¡Por el infierno, algo se mueve en la jarcia! -exclamó Mateo blanco de miedo como la espuma del mar
Un sonido surgido del entablado estremeció a toda la turba. Aquel sonido parecía provenir de la madera que se hundía en la cubierta, como si una fuerza invisible doblegara con su peso la superficie sobre la que se soportaba. Los crujidos avanzaron hacia mí, quien, estupefacto, quedé inmóvil contemplando lo increíble.
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