"La serenidad no se busca lejos: se descubre en el instante que decidimos mirar dentro de nosotros."
¡Vaya choque! ¡Vaya contraste! En aquel momento, en medio de la calle, con el tráfico habitual del centro de la ciudad, al caer una tarde más, y tras una intensa jornada laboral, con la premura de hacer rápido las compras y volver a mi distante casa, el tiempo pareció detenerse… al menos, para mí. Desde algún remoto lugar, con una sutileza casi imperceptible, llegó a mis oídos el suave murmullo de una melodía.
Era una canción que solía escuchar en mi habitación de adolescente mientras contemplaba, a través de la ventana de mi alcoba, esa pantalla viva que me mostraba una calle bulliciosa. Me invitaba a observar con agrado el ir y venir de personas, autos, motocicletas, bicicletas, e incluso uno que otro caballito que tiraba de una pesada carga, acelerando el paso cada vez que crujía el chicote de su auriga.
Aquellos días regresaron a mí en un instante maravilloso. Fue un momento emotivo que me llevó a paisajes remotos de mis años juveniles. Una mezcla de sensaciones agradables se descargaba en mi interior mientras, poco a poco, surgían cuestiones que hubiese querido evitar. Preguntas que me calaban hondo, como un pájaro carpintero golpea sin descanso el tronco del árbol hasta abrir un buen boquete.
¿Dónde quedó aquella calma? ¿En qué momento perdí el rumbo, al punto de sentirme atrapada entre compromisos laborales, familiares, de supervivencia y hasta existenciales? Eran crueles esas palabras, como si un ladrón invisible me hubiera arrebatado mi esencia durante las noches en que me ausentaba de mí misma. Ese descuido me estaba costando muy caro.
¿A qué precio había entregado mis pensamientos? ¿A qué costo había descuidado mi salud física, que se deterioraba como pólvora consumida por el fuego? Y ni hablar de mi salud mental, hecha jirones a consecuencia de tantos compromisos adquiridos desde no recuerdo cuándo.
¿Quién era yo en aquel momento en que aquella grata melodía me despertó de mi sopor? Era un llamado a detenerme, a tomar una pausa antes de perder el último guijarro que quedaba de mí —si es que aún quedaba alguno— y recuperar mi identidad, mi fuerza, mi destino.
También me preguntaba si esto me pasaba sólo a mí, si aquel ajetreo sin alma era un espejismo personal o un fenómeno más generalizado.
Quizá aquel conductor del auto, el dependiente atareado de la tienda, el médico concentrado en su consultorio iluminado por luces frías, o el caminante que, con descuido, me había golpeado con su antebrazo mientras seguía su camino entre multitudes anónimas… tal vez ellos sabían a dónde dirigían su vida. Quizá eran conscientes del rumbo de sus navíos en este océano de la existencia. Y yo, en ese instante, apenas despertaba para ser consciente de la vida que desbordaba a mi alrededor.
Volví a retomar el paso por la concurrida calle y advertí un sol brillante que comulgaba con la tierra en el horizonte lejano. Sus destellos, predominantemente dorados, emitían una sinfonía silenciosa que, pesar del maravilloso espectáculo, atraía pocos espectadores. Las luces de la ciudad tímidamente se encendían, anunciando la partida del astro rey y cediendo su lugar a una noche misteriosa. Aquí estaba yo, contemplando lo que había ignorado por tanto tiempo: la vida.
Desde aquel momento, todo cambió. No porque la realidad exterior se transformara, sino porque mi forma de mirarla había dado un giro. Ahora apreciaba cada instante. Agradecía sentir cómo la vida me llenaba de plenitud en cada respiro, en cada latido de mi corazón, en cada pensamiento que aparecía en el escenario infinito de mi conciencia. Supongo has experimentado algo así; ¿cierto?
Aprendí a disfrutar de cada momento en compañía o en soledad. Descubrí que los compromisos no son el fin último de la vida, sino peldaños hacia nuestra realización. Cada evento —favorable o adverso— es un maestro que nos señala la ruta a seguir. A veces no lo comprendemos de inmediato, pero, tras una serie de acontecimientos semejantes, podemos advertir un patrón y descubrir el mensaje dirigido sólo a nosotros.
Llegué a casa y la vi como una bendición: un refugio para el cuerpo y el alma. De inmediato busqué aquella canción que sacudió mi conciencia y me conectó con mi identidad, aquella que yacía olvidada en una ventana del pasado.
El sabor del café de esa tarde tenía un aroma especial, un deleite sorbo a sorbo. Ya no lo bebía a prisa porque se me hacía tarde para preparar la cena, enviar correos o atender las redes sociales, como si perder el último capítulo de una serie significara perder una pieza vital de mi existencia. Comprendí que había dado una importancia equivocada a esos deberes diarios. Ahora reconectaba con mi propia alma. Y quería disfrutarla más.
Podía dedicarle tiempo a la lectura sosegada de aquellos libros que había comprado por curiosidad —porque estaban de moda— y que terminaron acumulando polvo en el estante de la sala. Elaborar la cena dejó de ser una carga pesada para convertirse en un arte: una dedicación atenta para matizar cada platillo con un sabor inolvidable.
El otoño era cálido, con lluvias suaves algunos días y tormentas imprevistas en otros. Me propuse deleitarme con las puestas de sol en los días despejados y dejarme llevar por el embrujo de la lluvia golpeando rítmicamente el vidrio de mi ventana cuando las nubes cubrían, como un manto, los cielos boreales.
Comencé a hacer una lista de actividades que me dieran esa sensación de plenitud, de conexión con mi interior y con la vida. Meditar me conduciría a un mundo interno que aguardaba con paciencia mi regreso. Mi cuerpo se revitalizaría con ejercicio cada mañana, aunque al inicio no fuera más que una caminata por el parque, animada por el canto de los pájaros y el murmullo del aire atravesando las robustas ramas de los árboles.
Aprovecharía cualquier oportunidad para adentrarme en la naturaleza. La salida al cine cedía su lugar a un revitalizante paseo por el bosque o a un improvisado día de campo. Allí, en medio de la calma profunda, mi pensamiento se expandiría hacia espacios mágicos que armonizaran con ese entorno que siempre nos abre las puertas a experiencias únicas e inolvidables.
Éste es ahora mi mapa y mi camino personal: una ruta hacia la plenitud, la armonía, mi esencia y la conexión con mi luz interior y con quienes me rodean.
En este sendero, luminoso y a la vez desafiante, sé que encontraré viajeros que me acompañarán en este recorrido a lo profundo de la vida.
Y ahora me pregunto: ¿despertarás tú también para recorrer esta travesía? Te invito a descubrir este mundo con una mirada renovada. ¿La aceptas?
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