LA LEYENDA DEL "NIEBLA NEGRA"
Cuarta Parte: Tormenta en cubierta
"La Estrella de Cádiz", habiendo dejado atrás el puerto de Tánger, bordeando la costa africana, surcaba a paso firme y sin descanso las cálidas aguas del Mediterráneo.
A bordo de la embarcación, la tripulación comenzaba sus faenas cotidianas tras iluminarse el escenario de cubierta con los primeros rayos del alba.
Una mezcla de diálogos serios, risas esporádicas, pequeñas disputas y frases cortas, cantos y silbidos, aligeraban el ánimo del trabajo rutinario.
El contramaestre Diego "El Vizcaíno" Arrieta, hombre recio, supersticioso y fiel a su capitán, gritaba con enfado a un marinero:
- ¡Tira de esa jarcia, que la vela no espera, coño!
Haciéndole coro, el primer oficial, Sebastián Ibáñez, aún joven, pero idealista y desconfiado, que seguía minuciosamente cada paso del nuevo integrante, alzaba con firmeza la voz:
- ¡Ánimo, muchachos, que el día se viene encima y el viento no va a esperarnos!
Mientras tanto, el Capitán, Rodrigo de Mendoza, quien, orgulloso de su ascendencia noble y una carrera militar, recorría de proa a popa el bergantín supervisando cada nudo, cada amarre de su tripulación. Ocasionalmente, intercambiaba algunas palabras amables con sus subordinados, ganándose el respeto no con imposición violenta, sino con diplomacia.
- ¡Cuidado con los cabos, que se enredan como culebras! -se escuchó a lo lejos.
Mientras tanto, Anthony Blackmore, nombre con el que se dio a conocer el otrora Capitán Alistair "Bloodstain" Crowe, ejecutaba sus tareas con la destreza de un experto.
- ¡Oye, el inglés parece que sabe lo que hace… o eso nos quiere hacer creer! -murmuraba un marinero a su compañero mientras izaba una vela.
Anthony no pasaba desapercibido, y ninguna mirada notó algún detalle que omitiera el nuevo miembro del equipo. Su maestría era sobresaliente.
Aquella tripulación, en su mayoría española, conocía bien su oficio en lo referente a asuntos mercantes. Algún marinero había hecho frente a piratas, y otros provenían de filas militares. Esta mezcla cultural no estaba tan especializada en combates como lo estaba Anthony.
Así que no era raro que el inglés, con su corpulento cuerpo y su rostro serio, se acercara a ellos para darles atinados consejos.
- Si ajustas el aparejo así, el viento nos dará mejor impulso -se le escuchó sugerir a un marino con un marcado acento inglés.
Algunos agradecían, y otros murmuraban a sus espaldas.
- ¡Bah! Apenas lleva un par de días y ya nos da órdenes… -refunfuñaba un peón agriado.
La mañana transcurría con sosiego, mezclándose conversaciones que iniciaban con su próxima misión en el puerto de Algeciras, en la península ibérica, y terminaban hablando del robusto inglés que les aventajaba en destreza y conocimiento.
Algunos lo admiraban, y otros, sintiéndose humillados, despotricaban a sus espaldas.
Anthony se había ganado la simpatía de William "Wild" Hardgrove, inglés espontáneo, simpático y bebedor, quien hace de puente cultural entre españoles e ingleses, y mantiene el ambiente armonioso.
Edmund Fletcher, chico inglés de 16 años, cuya curiosidad lo lleva a seguir a Anthony casi a todos lados, haciéndole preguntas para aprender el oficio, contrastando su pueril ingenuidad con el pasado sangriento del capitán.
El Capitán Montoya pronto advirtió cómo su velero navegaba por el mar como un reloj bien ajustado, gracias a los ajustes y consejos del náufrago inglés. Sus sospechas de que no era un simple marinero por el que se hacía pasar Anthony, aumentaban con cada tic-tac de su fino de oro unido a él por una larga cadena que salía de un bolsillo de su saco.
Al mismo tiempo, sus preocupaciones, como una marea imprevista, iban en aumento.
La brisa salada que rozaban sus mejillas tornábase de suave a inquietante y fría.
De noble familia española, había recibido ese cargo de capitán no por méritos que se hubiera ganado en durante su trayectoria militar, sino para darle una distinción real que pudiera ostentar en las cenas ofrecidas en los palacios reales.
Su personalidad era noble y le era enteramente fiel a la reina Isabel II. Aunque orgulloso, trataba con dignidad y respeto a sus semejantes. Como capitán era respetado, pero muchos de sus subordinados veían con desagrado que un niño de cuna rica fuera quien los dirigiese. Eso les disminuía la moral, pero acataban sus órdenes más por el aprecio a su deber.
Sabía, además, que en cualquier rincón podían estar agazapados, como lobos acechando a su presa, los carlistas (partidarios de Carlos María Isidro). El finado rey Felipe VII había derogado la ley sálica para permitir que, llegado el momento, Isabel, su hija, pudiera heredar el trono.
La sucesora, Isabel II, era una infante de 3 años, por lo que su madre, la viuda María Cristina actuaba como regente.
Ante esta situación, el hermano del rey, Carlos María Isidro, no queriéndose quedar de brazos cruzados, reclamó el trono, iniciando así la llamada guerra carlista.
Los liberales, o isabelinos, tenían el respaldo diplomático de Francia e Inglaterra, y querían establecer reformas moderadas, más libertades civiles, fin de algunos privilegios feudales, así como apoyo al comercio, al ejército, y a la nobleza ilustrada.
Por su parte, los carlistas, o absolutistas, pujaban por restaurar el absolutismo, mantener fueros tradicionales y la alianza estrecha entre Iglesia y Estado.
Para mantener la entereza, el Capitán Montoya había incorporado a su tripulación personal militar. Había reforzado el navío con más cañones y esperaba recibir refuerzos en una vez llegado a puerto.
La misión del "Estrella de Cádiz" era llevar en secreto a Doña Catalina de Albornoz a un lugar seguro de la costa africana. Doña Catalina, oriunda de Toledo, era una joven e inteligente mujer, tan hermosa como valiente, perteneciente a la nobleza española, leal a la reina Isabel II, y pieza clave para derrotar a la oposición.
Conocía en persona a María Cristina, madre de la reina, y junto a otros estrategas militares, hacían frente a la creciente amenaza carlista.
Su principal oponente era Ramiro de Alvear, oficial del movimiento opositor, ambicioso, despiadado, elegante pero frío, quien no sólo defendía su causa con empeño, sino que sentía su orgullo ofendido al haber sido desairado por la bella Catalina. Esto hacía que se volviera iracundo y despótico.
En estas cavilaciones se adentraba el Capitán Montoya, con la mirada perdida en el horizonte, sintiendo que aquellos momentos de quietud se convertían en eternos y silenciosos. Estos asuntos lo atormentaban al grado de a veces preferir sucumbir en el mar en medio de una tempestad, que enfrentar su incierto destino.
Al día siguiente planeaba arribar al puerto. Mientras tanto...
Cayó la noche sobre el velero y su tripulación, como un pesado manto negro que escondía las formas de los objetos circundantes.
Anthony revisaba que todo en el velero estuviera en orden; que ninguna vela perdiera tensión, que el peso de los barriles en cubierta estuviese bien distribuido.
Estaba en estos menesteres, cuando el primer oficial Sebastián, respaldado con un pequeño grupo suyo se le acerca y lo increpa diciendo:
- ¡Joder! ¡Deja de dar órdenes a mi tripulación! Desde que llegaste no dejas de ponerme en ridículo ante me gente. ¿Pero quién te crees que eres inglesillo de poca monta?
Anthony, sin decir palabra, lo mira con fijeza tratando de contener su rabia.
- ¿Me estás entendiendo, o no entiendes ni jota del español? -volvió a preguntarle el primer oficial quien precautoriamente había sacado una pistola y amenazaba a su corpulento oponente.
- ¿Crees que gozas del favor del capitán? -continuó-. Aquí no eres más que un simple marino muerto de hambre, y te aseguro que pronto las cosas van a cambiar en este vetusto barcucho.
La tensión iba en aumento y el velo de la calma había sido rasgada con las palabras afiladas de Sebastián. Se escuchaban rumores de que alguien se acercaba, y pronto se pudieron divisar algunas luces a la distancia.
- Si aprecias tu vida, harás todo lo que yo diga -le dijo con arrogancia el primer oficial a Anthony-. De ahora en adelante, sólo recibirás mis órdenes, porque yo seré tu capitán. ¿Has entendido?
Desde las sombras se escuchó una voz que parecía partir la cubierta en dos. Era la voz del Capitán Montoya quien cuestionaba las palabras dichas por el segundo al mando:
- ¿De qué demonios estás hablando, Sebastián?
Algunas lámparas iluminaban tímidamente la escena, mientras que la luz proveniente de un relámpago lejano los iluminó por unos instantes, aumentando la tensión en cubierta.
Sebastián, sabiéndose vencedor de antemano, había planeado meticulosamente tomar el mando del barco aquella noche. Aunque había jurado fidelidad a Isabel II, realmente era un radical partidario de la causa carlista, y, sabiendo que iban en auxilio de Doña Catalina, pactó con Ramiro de Alvear el frustrar el plan de los isabelinos desde su misma gestación.
Ahora se dirigió al capitán apuntándole con su pistola, no sin dejar de observar cada movimiento del inglés con fugaces miradas.
- ¡Capitán Montoya! Queda usted despojado de su cargo. Ahora quien manda soy yo.
La tripulación miraba atrincherada desde los rincones más oscuros del navío aquella caótica escena, no dando crédito a lo que escuchaban.
El primer oficial hizo un disparo al aire, y dijo con voz sonora y firme:
- ¡Tripulación del "Estrella de Cádiz"! Desde ahora soy su nuevo capitán. Os aconsejo que nadie se oponga si no quieren correr la misma suerte que este niño de cuna rica correrá esta noche.
Un mástil crujió estrepitosamente, tras ser embestido por una fuerte ráfaga de aire.
Al advertir que nadie decía nada, ordenó a sus secuaces:
- ¡Fernando! ¡Emilio! Aten a este hombre -señalando al Capitán Montoya- y escóltenlo hasta la plancha. ¡Vamos! ¡Dense prisa! Estoy seguro que el rey Carlos os condecorará personalmente.
El mar sacudía violentamente al navío, el cual, ahora, sin su capitán, parecía perder el rumbo.
- Contaré hasta tres y saltará -dijo Sebastián dirigiéndose a su ex-jefe cuando éste se encontraba entre penumbras en el extremo de la oscilante tabla-, de lo contrario, tengo lista mi arma que no tendré reparo en usar si desobedece mi orden.
- Uno... dos... -la expectación iba en aumento; el capitán por un instante pareció perder el equilibrio, pero volvió a recobrar la vertical.
Anthony, estratégicamente colocado en cubierta ha esperado hasta el último momento, y, con sangre fría, suelta los amarres de un mástil auxiliar y lo hace caer sobre el delirante Sebastián y otros de sus hombres. Sebastián queda inconsciente, otros de sus compinches severamente golpeados, y, el resto, aturdidos y atrapados entre los cabos.
Al ver esta situación, varios marinos corren a desarmar a los amotinados, mientras tres hombres con cuchillo en mano rodean al temible Capitán Alistair. Al verse rodeado, saca su pistola Queen Anne. Tras un vistazo a sus oponentes, decidió ponerla en su cinto nuevamente y enfrentarlos a mano limpia.
Sintió que, como un león dormido, el viejo "Bloodstain" se despertaba luego de un largo sopor, y el recuerdo de motines pasados se agolpaba
en su mente.
No tardó en avanzar un granuja con el cuchillo por delante, pero Anthony esquivó la trayectoria, sujetó el brazo del marino, giró su cuerpo como un escudo y recibió la puñalada de otro atacante, y, con una maniobra rápida dejó caer al marino herido, y golpeó el cuello del segundo hombre entre la cabeza y el hombro, derribándolo aturdido.
El tercer rival se mantuvo a la distancia y lanzó una soga que con precisión se enredó en el cuello del inglés. Con una mano sujetaba la cuerda y con la otra mano, su cuchillo. Tiró de la cuerda, pero no movió ni un dedo a aquella mole de piedra. El capitán a su vez jaló la cuerda e hizo caer a sus pies a su oponente, al que, de un puntapié en el brazo, le desprendió del cuchillo, y con otro golpe en el costado lo dejó retorciéndose de dolor en el entablado.
Pronto lo rodearon otros seis sujetos que lo amenazaban con sus puñales.
En medio de esta lucha sin cuartel se escuchó un grito que parecía provenir de ultratumba, de lo más profundo del océano:
- ¡Basta!
Era el Capitán Montoya que regresaba de su cita con la muerte.
- ¡He dicho que basta! -repitió más violentamente que antes reclamando nuevamente su autoridad sobre el navío.
Una tensa calma reinó durante unos momentos.
- ¡Les ordeno que suelten sus armas! ¡De inmediato!
Los marinos, ante la mirada desafiante de su robusto oponente, y con las órdenes del capitán resonando en lo más profundo de sus entrañas, arrojaron con enfado sus afiladas herramientas.
- ¡Arréstenlos! -ordenó el capitán, dirigiéndose a su leal grupo comandado por contramaestre Diego.
- Pero, Capitán, nosotros no sabíamos de las intenciones de... -replicó uno de los amotinados.
- ¡Silencio! -dijo el capitán-. ¡Enciérrenlos en la bodega sin comida ni bebida! Mañana serán interrogados severamente y castigados por su osadía de sublevarse.
- A éste -el Capitán refiriéndose al marino herido-, llévenlo a que Morales lo cure y vigílenlo bien.
- ¡A la orden, Capitán! -respondió uno de sus subordinados.
Con aire renovado, se dirigió a su tripulación y en fuerte voz les dijo:
- ¡Señores! Se nos ha encomendado una elevada misión que puede cambiar el rumbo no sólo de nuestras vidas, sino el rumbo de toda una nación. Bien saben que esta embarcación pronto será honrada con la presencia de Doña Catalina de Albornoz. Nosotros apoyamos una causa justa, una causa en favor de nuestra amada reina Isabel II.
El silencio de vez en cuando era interrumpido por cuchicheos dichos en voz baja entre marinos.
- La historia guarda un lugar grande para sus nombres. Pero, ¿quién de ustedes se opone a ello? ¿Alguno más de entre ustedes es partidario de los villanos carlistas? En este barco no hay lugar para traidores. Si alguno de ustedes osa ponerse en contra de la causa por la reina, será juzgado y sentenciado a caminar por la plancha sin clemencia alguna.
El barco crujía en cada vaivén de las olas que impactaban sus costados.

- ¿Alguien más se quiere revelar? Es mejor que hable ahora, si no quiere lamentarlo después.
Luego de un largo silencio en que todos escuchaban inmóviles, casi como estatuas, concluyó el capitán:
- Retírense y descansen, que nos espera una jornada intensa el día de mañana.
Una vez establecido el orden en cubierta y el Capitán Montoya volvía sentirse el amo y señor de aquel navío, la cubierta quedó despejada.
Por supuesto, el principal encargado de aquel navío interceptó el paso del temible Anthony, figura destacada en aquella trifulca.
Le susurró en voz baja, pero clara y sincera:
- Anthony, quiero darle las gracias por esta acción suya que salvó no sólo mi vida, sino que evitó una catástrofe mayor. Quiero hablar con usted en mi camarote. ¿Me haría el honor?
- A la orden, mi capitán -contestó con seriedad el viejo lobo de mar Anthony.
Abriéndose paso entre la densa noche, avanzaron por la cubierta hasta el refugio del capitán.
El ambiente en el camarote se sintió completamente diferente, como si hubieran pasado a una dimensión de otro tiempo y de otro espacio; se sentía ajenos a su realidad.
- Pronto llegaremos al puerto de Algeciras. Allí será libre de dejar el barco o quedarse a bordo. Por supuesto, recibirá su paga completa por sus servicios en el "Estrella de Cádiz", y una recompensa de mi parte por su valentía; le doy mi palabra. ¿Qué ha pensado, mi enigmático marinero?
- Quisiera permanecer al servicio de este navío, si no tiene inconveniente, mi capitán -contestó con su marcado acento inglés.
- Me parece una brillante decisión, mi estimado marinero. Por su entrega y valentía, quisiera proponerle algo.
Se hizo una larga pausa, en la que Anthony clavó su mirada en los labios del capitán y prestó atención como si su mismo padre le hablara; sabía que algo tenía qué decirle el destino por boca de su interlocutor.
Con tranquilidad, pero con la seriedad que demandan aquellos asuntos, el Capitán Montoya le habló del plan secreto de poner a salvo a la distinguida dama Doña Catalina.
- Hemos preparado una escolta para salir al encuentro de la noble Doña Catalina y traerla hasta este navío. Y quisiera preguntarle si desearía ser parte de la escolta. Ningún hombre como usted hay que rivalice en fuerza y agilidad en la actual escolta, lo que daría más confianza a que la misión se cumpla con éxito en el caso de alguna eventualidad.
Un gran suspiro dejó escapar el inglés.
El capitán prosiguió:
- Estoy consciente de que usted quisiera mantenerse ajeno a este conflicto, propio de españoles que amamos nuestra patria y nuestra gente. Es por eso que no me sentiré decepcionado si decide no aceptar. Por supuesto, si acepta, la misma corona estará en deuda con usted y será sobradamente recompensado. ¿Acepta mi invitación a ser parte de la escolta real?
Una botella de vidrio rodó misteriosamente en ese momento hasta el Capitán Alistair, quien, con enfado y como si le clavaran una daga en el pecho, sólo se limitó a seguirla con la mirada hasta que se detuvo.
Luego de un ya por demás dramático y largo silencio, contestó:
- Acepto, Capitán. Será un honor cumplir con tan loable misión. He estado navegando durante años por el océano y no distingo entre naciones; pero sé cuándo hay que luchar por una causa justa -por dentro mascaba maldiciones e improperios hacia el geniecillo maléfico que parecía marcar cada segundo de su vida, cada respiro que hacía.
Con una sonrisa de satisfacción que no pudo contener, el Capitán Montoya se levantó de su silla, y estrechó la mano de su homónimo Anthony, y le dijo con voz tranquila y armoniosa:
- Se lo agradezco enormemente, mi buen marino Anthony. Y sé que sus ojos esconden secretos de un pasado digno de una historia épica. Lo sé porque sus conocimientos y sus habilidades no se aprenden siendo un ayudante de cubierta.
Con tono sarcástico, el capitán, mientras separaban sus manos, le dijo:
- Si usted fuera un corsario, rezaría a la Virgen de Montserrat para nunca encontrármelo en mi camino.
- Of course -refunfuñó el Capitán Alistair, dibujando una forzada sonrisa en su rostro.
El mar soportaba aquella embarcación y sus tripulantes; los vientos del norte africano empujaban con ímpetu las velas del bergantín, y la noche los envolvía con su pesada negrura apenas bañada por la luminosidad de una Luna que se desvanecía entre las nubes.
Nubes negras dejadas como el rastro visible de un engendro del abismo que ronda en lo invisible riendo sutilmente entre el susurro del viento, y la luz de un distante relámpago deja ver su silueta oscura y atemorizante, como una advertencia para los ingenuos marinos.
Ahora, a recargar ánimos y templanza para desafíos que traería consigo un día nuevo y decisivo.
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[Continuará...]
En la siguiente entrega de esta historia, la bella Catalina emprendería su huida hacia el mar, pero no lo haría sola: a su lado, Anthony Blackmore alzaba la mirada al horizonte, donde ya se cernía la sombra de sus perseguidores, ávidos de venganza y de poder.