miércoles, 8 de octubre de 2025

Desde mi refugio interior

Cuando la desolación abre heridas y sé que tu presencia vive en mí.

La noche cae trayendo su aroma de nostalgia.
Y yo, una sombra más entre las sombras, me siento aislada, desenterrando restos de mi propio ser, ahondando en mi cruda existencia.
Miro hacia adentro, porque afuera nada me resulta habitable.

Allá afuera, entre los fantasmas de la modernidad,
viven estructuras y mentalidades que no me pertenecen:
la prisa, el ruido, la simulación, la vida caótica del exterior.

Adentrándome en mí, siento que desciendo por una escalera sin fin,
donde la luz se va apagando paso a paso.
He llegado a una caverna silenciosa, un desván olvidado,
un lugar que parece haber sido siempre mi destino:
la oscuridad que me habita.

Desde este rincón desolado quiero escribirte.
No como un lamento —aunque algo de ello se filtre entre las palabras—,
sino como quien intenta respirar dentro del silencio.

Aquí me ahogo en mis propias frases,
palabras que se resisten a volverse claras,
voces que tiemblan, y me quiebran profundamente
antes de pronunciar lo que duele.

Desde aquí evoco mi desolación.
Una que nace de no encontrar eco en el mundo exterior,
de hablar y que nadie responda.
Una que revela la anatomía de mi propia sombra,
vacía ya de su sangre,
hablando desde un dolor profundo:
el del abandono,
el de la pérdida de identidad que deja de verse reflejada en quien amaba.

De pronto, ya no hay luz, ni reflejo, ni tú.
Es como buscarte sin que hayas partido,
como si mis ojos, cansados de mirar afuera,
volvieran su mirada hacia dentro,
a los recuerdos, las memorias, los sentimientos que sembraste,
y que aún germinan aunque ya no estés para recoger sus frutos. 

Es compartir con nadie lo que ha brotado desde dentro.

Cuando más te amaba, te esfumaste,
te disolviste con la niebla de la mañana.

Tus manos ausentes para enjugar mis lágrimas.
Y ahora, hasta la más leve y gélida ráfaga de viento
que roza mis manos o mi rostro
me evoca a ti, creando la ingenua ilusión
de que sigues a mi lado.

Ojalá sigas realmente conmigo.
Porque, entre las sombras, sin ti, me pierdo.


Apetito onírico

Un paseo por una ciudad de ensueño; hasta donde el hambre me lleve.

    Pasear por una encantadora ciudad que nos es desconocida, siempre es una agradable experiencia.

    No seguimos mapas, simplemente deambulamos siguiendo nuestra intuición o curiosidad.

     En cierta ocasión, recorría el centro de una ciudad colonial, una bella ciudad como suspendida entre lo real y lo etéreo.

    En ese rincón casi mágico, en el corazón de aquella urbe, una gran plazoleta marcaba el punto de partida para los turistas.

    La gente se reunía en los diferentes espacios, se sentaba en bancas antiquísimas, observaban los niños correr detrás de las innumerables palomas, árboles adornaban armoniosamente el lugar, y las farolas estaban listas para brindar su luz al caer la noche.

    La vida transcurría insensible al paso del tiempo. 

    Las casas alrededor de la plazoleta habían resistido el cambio de la modernidad, y conservaban la elegancia colonial de otro siglo: balcones de hierro forjado, muros altos grises alternaban con puertas de madera y ventanas adornadas con macetas y flores.

    A mediodía se respiraba una quietud amable, con escasos vehículos transitando por las calles con la lentitud de un recuerdo. 

    Como una colmena que atrae a sus abejas, aquella zona era el lugar preferido de reunión de las personas, como si algo invisible las convocara a permanecer allí, y pasearan por los portales con arcos antiguos, refugiándose, ya sea de los inclementes rayos solares, o de la lluvia, en cualquier caso.

    No sólo era un lugar de esparcimiento. También se podían descubrir lugares para saciar el apetito.

    Debajo de esos portales, se alineaban pintorescos y atractivos restaurantes y cocinas, cada uno con un particular aroma de comida, prometiendo degustar una comida de agradable sabor.

    El hambre empezaba a mandar en mi cuerpo, así que me dirigí a uno de esos restaurantes.     

    A la entrada subí un pequeño escalón y atravesando una puerta abierta de par en par. pude ver dentro, una gran cantidad de mesas cuadradas que se distribuían ordenadamente por toda la planta baja, cada mesa con cuatro sillas, pero, para mi sorpresa, todas ocupadas por comensales absortos en sus conversaciones.

    El bullicio tenía ritmo propio: una mezcla de risas, voces y el tintineo de los cubiertos. Desde un tapanco, un músico tocaba inspirado su violín; sus notas flotando entre las lámparas y el humo del café, tratando de dar vida a aquel lugar que veía día tras día esta misma escena.

    Recorrí el salón con la mirada. No había espacio. Nadie se levantaba. Nadie parecía advertir mi presencia. Así que, sin replicar a mi estómago, le hice caso, y decidí marcharme.

    En los siguientes restaurantes, la escena se repetía: rostros felices, conversaciones interminables, platos servidos y la misma imposibilidad de hallar un lugar para mí.

    Hasta que recordé un pequeño local en una esquina del mismo centro histórico.

    Atravesé el jardín con paso rápido, guiado por el aroma de la comida y la esperanza de al fin calmar mi hambre.

    Pero cuando llegué, el sitio ya no era el mismo; tenía otra fisionomía.

   Donde antes recordaba una se servía una deliciosa comida china, ahora un modesto puesto ofrecía comida variada. Tras el mostrador, un hombre y una mujer se movían con ritmo sincronizado, preparando guisos, friendo tortillas, sirviendo tacos que desaparecían en manos ansiosas.

    El aire estaba lleno de aromas: caldo, especias, maíz recién hecho.

    No había carta, sólo guisos dispersos por doquier en grandes cazuelas y ollas.

    Mi mirada se detuvo por un momento, y por fin pedí un caldo de camarón.

   La mujer me lo entregó en un cuenco humeante. El aroma era delicioso, denso, casi tangible; y con sólo aspirarlo, sentí que el alma también se alimentaba.

    Tomé la cuchara.

    Y, cuando el primer sorbo estaba a punto de tocar mis labios...

    Sonó el despertador.

    Abrí los ojos, aún con el sabor imaginado del caldo en la memoria.

    Y sonreí... con hambre, con el antojo de aquellos guisos...

   A veces, los sueños nos conceden apenas un instante de satisfacción antes de recordarnos que seguimos hambrientos, con hambre de más vida, de más conocimiento, de más desarrollo, de más plenitud.

    Quizá así sea la vida misma: un intento constante por encontrar ese rincón donde el cuerpo y el alma, por fin, puedan saciarse, aunque sólo sea por un momento... ¿No lo crees?

lunes, 6 de octubre de 2025

El escritor desde la trinchera

     Allá afuera está la guerra.

    Desafortunadamente, también adentro, en lo hondo del alma.

    Son dos frentes que arrinconan a aquella identidad que creo tener.

    Ante el embate incesante del exigente ritmo de la vida, busco refugio en mi propio espacio personal.

    Puede ser una biblioteca; puede ser una cafetería.

    O simplemente, una silla y una mesa. Quizá un sillón iluminado por una fiel lámpara que no huye del combate, sino libra la batalla a pie firme.

    Allí, en la penumbra, en esa barricada improvisada, me aíslo de un mundo caótico, donde la gente corre, grita, se pierde en patrones de consumo y luego olvida quién es.

    Y no es sólo el mundo material que esclaviza y nos lleva al frente de batalla de los desafíos modernos, de compromisos que a veces adquirimos bajo el mando de generales invisibles, o en otras ocasiones, de forma automatizada, inconsciente, diría yo.

    También están las pequeñas batallas interiores. Metas que nos hemos propuesto cumplir, y ante las cuales sucumbimos tras un esfuerzo excesivo; esfuerzo al que no estamos acostumbrados, esfuerzo que nos incomoda más que quedarnos donde estamos.

    Y se suman, como balas que silban por mis sienes, los retos de darle sentido a nuestro vivir. A veces ya ni sabemos por qué luchamos, por qué emprendimos esta guerra. Vivimos disociados por dentro. Y eso nos desarma frente al enemigo. 

     Como escritora busco casi instintivamente tomar como arma contra la batalla una pluma.

    Y levantamos una hoja en blanco como escudo, una pequeña barricada de palabras que nos protejan incluso de nosotros mismos. 

     Es una lucha diaria, sin tregua.

    A veces caigo herida, pero no derrotada.

    De nada sirve cerrar los ojos; también por dentro se libra una guerra.

    Pero me levanto una vez más.  

     Y escribo. No para vencer, sino para decirme a mí misma que no he llegado al final.

    Cada palabra, cada frase, cada pensamiento vertido en papel, es como un disparo silencioso; un misil que busca acallar los ecos de un tormentoso pasado y debilitar los espectros de la indiferencia, de la insensibilidad, de los tanques de la incomprensión y la soledad. 

    Pese a ser una lucha interna, una lucha a la que nadie presta atención, sigo apuntando, sigo disparando, para saber que, a pesar del caos, sigo viva, resistiendo bajo las órdenes de una heroica combatiente, mi propia voz, mi propia identidad.

    No sé si resistiré la batalla hasta el final, pero escribir desde mi trinchera me sigue dando un aliento de vida. 

    Cuando, al asomarme de mi trinchera y veo un mundo envuelto en llamas, con fortalezas que se desmoronan, sólo mis libros se vuelven refugios; una hoja de papel mi búnker invisible.

    Allí derramo, no la sangre que corre por mis venas, sino la que corre por mi alma y se transforma en la tinta que deja una huella imborrable, una memoria de que, valerosa, aquí combatí y no me rendí.

    En este papel trazo el mapa de mi vida; un mapa para no perderme en un mundo donde apenas queda espacio para respirar. 

    Desde aquí, aunque vea mi entorno arder, no huyo; sino enderezo mi libro, afilo mi pluma, enfoco la mira, y escribo. 

    Desde aquí no hay likes, no hay aplausos, no hay pantallas, no hay historias qué compartir, no hay más que trazas de esperanza, la esperanza de que todo esto termine pronto, que esta guerra sea vencida por la voz del alma en libertad.

    Escribo simplemente para no capitular.

    Así, cada palabra tiene el agradable sabor de la victoria,
una conquista ganada contra nada más que yo misma.

    Y aquí, desde mi trinchera, escribo.

    Porque, para mí, escribir en estos tiempos, es un acto de fe.

    

miércoles, 1 de octubre de 2025

La Leyenda del "Niebla Negra". Cuarta Parte.

LA LEYENDA DEL "NIEBLA NEGRA"

Cuarta Parte: Tormenta en cubierta



    "La Estrella de Cádiz", habiendo dejado atrás el puerto de Tánger, bordeando la costa africana, surcaba a paso firme y sin descanso las cálidas aguas del Mediterráneo.

    A bordo de la embarcación, la tripulación comenzaba sus faenas cotidianas tras iluminarse el escenario de cubierta con los primeros rayos del alba.

    Una mezcla de diálogos serios, risas esporádicas, pequeñas disputas y frases cortas, cantos y silbidos, aligeraban el ánimo del trabajo rutinario.

    El contramaestre Diego "El Vizcaíno" Arrieta, hombre recio, supersticioso y fiel a su capitán, gritaba con enfado a un marinero:

    - ¡Tira de esa jarcia, que la vela no espera, coño!

     Haciéndole coro, el primer oficial, Sebastián Ibáñez, aún joven, pero idealista y desconfiado, que seguía minuciosamente cada paso del nuevo integrante, alzaba con firmeza la voz:

    - ¡Ánimo, muchachos, que el día se viene encima y el viento no va a esperarnos!

    Mientras tanto, el Capitán, Rodrigo de Mendoza, quien, orgulloso de su ascendencia noble y una carrera militar, recorría de proa a popa el bergantín supervisando cada nudo, cada amarre de su tripulación. Ocasionalmente, intercambiaba algunas palabras amables con sus subordinados, ganándose el respeto no con imposición violenta, sino con diplomacia.

     - ¡Cuidado con los cabos, que se enredan como culebras! -se escuchó a lo lejos.

    Mientras tanto, Anthony Blackmore, nombre con el que se dio a conocer el otrora Capitán Alistair "Bloodstain" Crowe, ejecutaba sus tareas con la destreza de un experto.

    ¡Oye, el inglés parece que sabe lo que hace… o eso nos quiere hacer creer! -murmuraba un marinero a su compañero mientras izaba una vela.

    Anthony no pasaba desapercibido, y ninguna mirada notó algún detalle que omitiera el nuevo miembro del equipo. Su maestría era sobresaliente.

     Aquella tripulación, en su mayoría española, conocía bien su oficio en lo referente a asuntos mercantes. Algún marinero había hecho frente a piratas, y otros provenían de filas militares. Esta mezcla cultural no estaba tan especializada en combates como lo estaba Anthony.

    Así que no era raro que el inglés, con su corpulento cuerpo y su rostro serio, se acercara a ellos para darles atinados consejos. 

    - Si ajustas el aparejo así, el viento nos dará mejor impulso -se le escuchó sugerir a un marino con un marcado acento inglés.

    Algunos agradecían, y otros murmuraban a sus espaldas.

    ¡Bah! Apenas lleva un par de días y ya nos da órdenes… -refunfuñaba un peón agriado.

     La mañana transcurría con sosiego, mezclándose conversaciones que iniciaban con su próxima misión en el puerto de Algeciras, en la península ibérica, y terminaban hablando del robusto inglés que les aventajaba en destreza y conocimiento.

    Algunos lo admiraban, y otros, sintiéndose humillados, despotricaban a sus espaldas.

    Anthony se había ganado la simpatía de William "Wild" Hardgrove, inglés espontáneo, simpático y bebedor, quien hace de puente cultural entre españoles e ingleses, y mantiene el ambiente armonioso.

     Edmund Fletcher, chico inglés de 16 años, cuya curiosidad lo lleva a seguir a Anthony casi a todos lados, haciéndole preguntas para aprender el oficio, contrastando su pueril ingenuidad con el pasado sangriento del capitán.

     El Capitán Montoya pronto advirtió cómo su velero navegaba por el mar como un reloj bien ajustado, gracias a los ajustes y consejos del náufrago inglés. Sus sospechas de que no  era un simple marinero por el que se hacía pasar Anthony, aumentaban con cada tic-tac de su fino de oro unido a él por una larga cadena que salía de un bolsillo de su saco.

    Al mismo tiempo, sus preocupaciones, como una marea imprevista, iban en aumento.

    La brisa salada que rozaban sus mejillas tornábase de suave a inquietante y fría.

    De noble familia española, había recibido ese cargo de capitán no por méritos que se hubiera ganado en durante su trayectoria militar, sino para darle una distinción real que pudiera ostentar en las cenas ofrecidas en los palacios reales.

    Su personalidad era noble y le era enteramente fiel a la reina Isabel II. Aunque orgulloso, trataba con dignidad y respeto a sus semejantes. Como capitán era respetado, pero muchos de sus subordinados veían con desagrado que un niño de cuna rica fuera quien los dirigiese. Eso les disminuía la moral, pero acataban sus órdenes más por el aprecio a su deber.

     Sabía, además, que en cualquier rincón podían estar agazapados, como lobos acechando a su presa, los carlistas (partidarios de Carlos María Isidro). El finado rey Felipe VII había derogado la ley sálica para permitir que, llegado el momento, Isabel, su hija, pudiera heredar el trono.

    La sucesora, Isabel II, era una infante de 3 años, por lo que su madre, la viuda María Cristina actuaba como regente.

    Ante esta situación, el hermano del rey, Carlos María Isidro, no queriéndose quedar de brazos cruzados, reclamó el trono, iniciando así la llamada guerra carlista.

    Los liberales, o isabelinos, tenían el respaldo diplomático de Francia e Inglaterra, y querían establecer reformas moderadas, más libertades civiles, fin de algunos privilegios feudales, así como apoyo al comercio, al ejército, y a la nobleza ilustrada.

    Por su parte, los carlistas, o absolutistas, pujaban por restaurar el absolutismo, mantener fueros tradicionales y la alianza estrecha entre Iglesia y Estado.

    Para mantener la entereza, el Capitán Montoya había incorporado a su tripulación personal militar. Había reforzado el navío con más cañones y esperaba recibir refuerzos en una vez llegado a puerto.

    La misión del "Estrella de Cádiz" era llevar en secreto a Doña Catalina de Albornoz a un lugar seguro de la costa africana. Doña Catalina, oriunda de Toledo, era una joven e inteligente mujer, tan hermosa como valiente, perteneciente a la nobleza española, leal a la reina Isabel II, y pieza clave para derrotar a la oposición.

     Conocía en persona a María Cristina, madre de la reina, y junto a otros estrategas militares, hacían frente a la creciente amenaza carlista.

    Su principal oponente era Ramiro de Alvear, oficial del movimiento opositor, ambicioso, despiadado, elegante pero frío, quien no sólo defendía su causa con empeño, sino que sentía su orgullo ofendido al haber sido desairado por la bella Catalina. Esto hacía que se volviera iracundo y despótico.

     En estas cavilaciones se adentraba el Capitán Montoya, con la mirada perdida en el horizonte, sintiendo que aquellos momentos de quietud se convertían en eternos y silenciosos. Estos asuntos lo atormentaban al grado de a veces preferir sucumbir en el mar en medio de una tempestad, que enfrentar su incierto destino.

    Al día siguiente planeaba arribar al puerto. Mientras tanto... 

    Cayó la noche sobre el velero y su tripulación, como un pesado manto negro que escondía las formas de los objetos circundantes. 

     Anthony revisaba que todo en el velero estuviera en orden; que ninguna vela perdiera tensión, que el peso de los barriles en cubierta estuviese bien distribuido.

    Estaba en estos menesteres, cuando el primer oficial Sebastián, respaldado con un pequeño grupo suyo se le acerca y lo increpa diciendo:

    - ¡Joder! ¡Deja de dar órdenes a mi tripulación! Desde que llegaste no dejas de ponerme en ridículo ante me gente. ¿Pero quién te crees que eres inglesillo de poca monta?

    Anthony, sin decir palabra, lo mira con fijeza tratando de contener su rabia.

     - ¿Me estás entendiendo, o no entiendes ni jota del español? -volvió a preguntarle el primer oficial quien precautoriamente había sacado una pistola y amenazaba a su corpulento oponente.

     - ¿Crees que gozas del favor del capitán? -continuó-. Aquí no eres más que un simple marino muerto de hambre, y te aseguro que pronto las cosas van a cambiar en este vetusto barcucho.

     La tensión iba en aumento y el velo de la calma había sido rasgada con las palabras afiladas de Sebastián. Se escuchaban rumores de que alguien se acercaba, y pronto se pudieron divisar algunas luces a la distancia.

     - Si aprecias tu vida, harás todo lo que yo diga -le dijo con arrogancia el primer oficial a Anthony-. De ahora en adelante, sólo recibirás mis órdenes, porque yo seré tu capitán. ¿Has entendido?

     Desde las sombras se escuchó una voz que parecía partir la cubierta en dos. Era la voz del Capitán Montoya quien cuestionaba las palabras dichas por el segundo al mando:

    - ¿De qué demonios estás hablando, Sebastián?

    Algunas lámparas iluminaban tímidamente la escena, mientras que la luz proveniente de un relámpago lejano los iluminó por unos instantes, aumentando la tensión en cubierta.

     Sebastián, sabiéndose vencedor de antemano, había planeado meticulosamente tomar el mando del barco aquella noche. Aunque había jurado fidelidad a Isabel II, realmente era un radical partidario de la causa carlista, y, sabiendo que iban en auxilio de Doña Catalina, pactó con Ramiro de Alvear el frustrar el plan de los isabelinos desde su misma gestación.

     Ahora se dirigió al capitán apuntándole con su pistola, no sin dejar de observar cada movimiento del inglés con fugaces miradas.

    - ¡Capitán Montoya! Queda usted despojado de su cargo. Ahora quien manda soy yo.

    La tripulación miraba atrincherada desde los rincones más oscuros del navío aquella caótica escena, no dando crédito a lo que escuchaban. 

     El primer oficial hizo un disparo al aire, y dijo con voz sonora y firme:

    - ¡Tripulación del "Estrella de Cádiz"! Desde ahora soy su nuevo capitán. Os aconsejo que nadie se oponga si no quieren correr la misma suerte que este niño de cuna rica correrá esta noche.

     Un mástil crujió estrepitosamente, tras ser embestido por una fuerte ráfaga de aire.

    Al advertir que nadie decía nada, ordenó a sus secuaces: 

     - ¡Fernando! ¡Emilio! Aten a este hombre -señalando al Capitán Montoya- y escóltenlo hasta la plancha. ¡Vamos! ¡Dense prisa! Estoy seguro que el rey Carlos os condecorará personalmente.

    El mar sacudía violentamente al navío, el cual, ahora, sin su capitán, parecía perder el rumbo.

    - Contaré hasta tres y saltará -dijo Sebastián dirigiéndose a su ex-jefe cuando éste se encontraba entre penumbras en el extremo de la oscilante tabla-, de lo contrario, tengo lista mi arma que no tendré reparo en usar si desobedece mi orden.

     - Uno... dos... -la expectación iba en aumento; el capitán por un instante pareció perder el equilibrio, pero volvió a recobrar la vertical.

     Anthony, estratégicamente colocado en cubierta ha esperado hasta el último momento, y, con sangre fría, suelta los amarres de un mástil auxiliar y lo hace caer sobre el delirante Sebastián y otros de sus hombres. Sebastián queda inconsciente, otros de sus compinches severamente golpeados, y, el resto, aturdidos y atrapados entre los cabos.

     Al ver esta situación, varios marinos corren a desarmar a los amotinados, mientras tres hombres con cuchillo en mano rodean al temible Capitán Alistair. Al verse rodeado, saca su pistola Queen Anne. Tras un vistazo a sus oponentes, decidió ponerla en su cinto nuevamente y enfrentarlos a mano limpia.

    Sintió que, como un león dormido, el viejo "Bloodstain" se despertaba luego de un largo sopor, y el recuerdo de motines pasados se agolpaba en su mente.

    No tardó en avanzar un granuja con el cuchillo por delante, pero Anthony esquivó la trayectoria, sujetó el brazo del marino, giró su cuerpo como un escudo y recibió la puñalada de otro atacante, y, con una maniobra rápida dejó caer al marino herido, y golpeó el cuello del segundo hombre entre la cabeza y el hombro, derribándolo aturdido.

    El tercer rival se mantuvo a la distancia y lanzó una soga que con precisión se enredó en el cuello del inglés. Con una mano sujetaba la cuerda y con la otra mano, su cuchillo. Tiró de la cuerda, pero no movió ni un dedo a aquella mole de piedra. El capitán a su vez jaló la cuerda e hizo caer a sus pies a su oponente, al que, de un puntapié en el brazo, le desprendió del cuchillo, y con otro golpe en el costado lo dejó retorciéndose de dolor en el entablado.

    Pronto lo rodearon otros seis sujetos que lo amenazaban con sus puñales.

    En medio de esta lucha sin cuartel se escuchó un grito que parecía provenir de ultratumba, de lo más profundo del océano:

    - ¡Basta!

    Era el Capitán Montoya que regresaba de su cita con la muerte.

    - ¡He dicho que basta! -repitió más violentamente que antes reclamando nuevamente su autoridad sobre el navío.

    Una tensa calma reinó durante unos momentos.

    - ¡Les ordeno que suelten sus armas! ¡De inmediato!

    Los marinos, ante la mirada desafiante de su robusto oponente, y con las órdenes del capitán resonando en lo más profundo de sus entrañas, arrojaron con enfado sus afiladas herramientas.

    - ¡Arréstenlos! -ordenó el capitán, dirigiéndose a su leal grupo comandado por contramaestre Diego.

     - Pero, Capitán, nosotros no sabíamos de las intenciones de... -replicó uno de los amotinados.

    - ¡Silencio! -dijo el capitán-. ¡Enciérrenlos en la bodega sin comida ni bebida! Mañana serán interrogados severamente y castigados por su osadía de sublevarse.

     - A éste -el Capitán refiriéndose al marino herido-, llévenlo a que Morales lo cure y vigílenlo bien.

    - ¡A la orden, Capitán! -respondió uno de sus subordinados.

    Con aire renovado, se dirigió a su tripulación y en fuerte voz les dijo: 

    - ¡Señores! Se nos ha encomendado una elevada misión que puede cambiar el rumbo no sólo de nuestras vidas, sino el rumbo de toda una nación. Bien saben que esta embarcación pronto será honrada con la presencia de Doña Catalina de Albornoz. Nosotros apoyamos una causa justa, una causa en favor de nuestra amada reina Isabel II.

    El silencio de vez en cuando era interrumpido por cuchicheos dichos en voz baja entre marinos.

    - La historia guarda un lugar grande para sus nombres. Pero, ¿quién de ustedes se opone a ello? ¿Alguno más de entre ustedes es partidario de los villanos carlistas? En este barco no hay lugar para traidores. Si alguno de ustedes osa ponerse en contra de la causa por la reina, será juzgado y sentenciado a caminar por la plancha sin clemencia alguna.

    El barco crujía en cada vaivén de las olas que impactaban sus costados.

 

    - ¿Alguien más se quiere revelar? Es mejor que hable ahora, si no quiere lamentarlo después.

    Luego de un largo silencio en que todos escuchaban inmóviles, casi como estatuas, concluyó el capitán: 

    - Retírense y descansen, que nos espera una jornada intensa el día de mañana.

     Una vez establecido el orden en cubierta y el Capitán Montoya volvía sentirse el amo y señor de aquel navío, la cubierta quedó despejada. 

    Por supuesto, el principal encargado de aquel navío interceptó el paso del temible Anthony, figura destacada en aquella trifulca.

    Le susurró en voz baja, pero clara y sincera:

    - Anthony, quiero darle las gracias por esta acción suya que salvó no sólo mi vida, sino que evitó una catástrofe mayor. Quiero hablar con usted en mi camarote. ¿Me haría el honor?

    - A la orden, mi capitán -contestó con seriedad el viejo lobo de mar Anthony.

    Abriéndose paso entre la densa noche, avanzaron por la cubierta hasta el refugio del capitán.

    El ambiente en el camarote se sintió completamente diferente, como si hubieran pasado a una dimensión de otro tiempo y de otro espacio; se sentía ajenos a su realidad.

    - Pronto llegaremos al puerto de Algeciras. Allí será libre de dejar el barco o quedarse a bordo. Por supuesto, recibirá su paga completa por sus servicios en el "Estrella de Cádiz", y una recompensa de mi parte por su valentía; le doy mi palabra. ¿Qué ha pensado, mi enigmático marinero?

    - Quisiera permanecer al servicio de este navío, si no tiene inconveniente, mi capitán -contestó con su marcado acento inglés.

    - Me parece una brillante decisión, mi estimado marinero. Por su entrega y valentía, quisiera proponerle algo.

    Se hizo una larga pausa, en la que Anthony clavó su mirada en los labios del capitán y prestó atención como si su mismo padre le hablara; sabía que algo tenía qué decirle el destino por boca de su interlocutor.

    Con tranquilidad, pero con la seriedad que demandan aquellos asuntos, el Capitán Montoya le habló del plan secreto de poner a salvo a la distinguida dama Doña Catalina.

     - Hemos preparado una escolta para salir al encuentro de la noble Doña Catalina y traerla hasta este navío. Y quisiera preguntarle si desearía ser parte de la escolta. Ningún hombre como usted hay que rivalice en fuerza y agilidad en la actual escolta, lo que daría más confianza a que la misión se cumpla con éxito en el caso de alguna eventualidad. 

    Un gran suspiro dejó escapar el inglés.

    El capitán prosiguió:

    - Estoy consciente de que usted quisiera mantenerse ajeno a este conflicto, propio de españoles que amamos nuestra patria y nuestra gente. Es por eso que no me sentiré decepcionado si decide no aceptar. Por supuesto, si acepta, la misma corona estará en deuda con usted y será sobradamente recompensado. ¿Acepta mi invitación a ser parte de la escolta real?

     Una botella de vidrio rodó misteriosamente en ese momento hasta el Capitán Alistair, quien, con enfado y como si le clavaran una daga en el pecho, sólo se limitó a seguirla con la mirada hasta que se detuvo.

    Luego de un ya por demás dramático y largo silencio, contestó:

    - Acepto, Capitán. Será un honor cumplir con tan loable misión. He estado navegando durante años por el océano y no distingo entre naciones; pero sé cuándo hay que luchar por una causa justa -por dentro mascaba maldiciones e improperios hacia el geniecillo maléfico que parecía marcar cada segundo de su vida, cada respiro que hacía.

    Con una sonrisa de satisfacción que no pudo contener, el Capitán Montoya se levantó de su silla, y estrechó la mano de su homónimo Anthony, y le dijo con voz tranquila y armoniosa:

     - Se lo agradezco enormemente, mi buen marino Anthony. Y sé que sus ojos esconden secretos de un pasado digno de una historia épica. Lo sé porque sus conocimientos y sus habilidades no se aprenden siendo un ayudante de cubierta.

    Con tono sarcástico, el capitán, mientras separaban sus manos, le dijo:

    - Si usted fuera un corsario, rezaría a la Virgen de Montserrat para nunca encontrármelo en mi camino.

     - Of course -refunfuñó el Capitán Alistair, dibujando una forzada sonrisa en su rostro.

    El mar soportaba aquella embarcación y sus tripulantes; los vientos del norte africano empujaban con ímpetu las velas del bergantín, y la noche los envolvía con su pesada negrura apenas bañada por la luminosidad de una Luna que se desvanecía entre las nubes.

    Nubes negras dejadas como el rastro visible de un engendro del abismo que ronda en lo invisible riendo sutilmente entre el susurro del viento, y la luz de un distante relámpago deja ver su silueta oscura y atemorizante, como una advertencia para los ingenuos marinos.

    Ahora, a recargar ánimos y templanza para desafíos que traería consigo un día nuevo y decisivo.

 

__________________________ 

[Continuará...] 

En la siguiente entrega de esta historia, la bella Catalina emprendería su huida hacia el mar, pero no lo haría sola: a su lado, Anthony Blackmore alzaba la mirada al horizonte, donde ya se cernía la sombra de sus perseguidores, ávidos de venganza y de poder.


    

lunes, 29 de septiembre de 2025

La Leyenda del "Niebla Negra". Tercera Parte.

LA LEYENDA DEL "NIEBLA NEGRA"

Tercera Parte: El exilio del capitán

 


    Aquella noche, luego del terrible encuentro con el engendro del mal, el capitán se hallaba en su camarote con la luz apagada y la mirada perdida en el horizonte. 

     Había permanecido en vela hasta la media noche. Sabía que era la hora de partir para dar cumplimiento a las palabras escritas en aquella hoja y rubricadas con su propia sangre.

    Sus pasos eran lentos pero decididos, como quien arrastra sobre sí mismo el peso de su propio cadáver.

    Salió del camarote. La noche era tranquila y casi se podía escuchar el respiro del "Niebla Negra" meciéndose sobre las aguas.

    Bajo aquel cielo de plata dormía toda la tripulación. Y, aunque nadie velaba, agotados por la refriega y el miedo, como un pajarillo que busca refugio en su nido situado en lo alto de un árbol, sentía que era observado incluso desde lo profundo de sus sueños.

    La Luna derramaba su luz casi espectral a un costado del navío. Allí, en la banda de babor, a un costado, una pequeña barca de remos lo esperaba.  

    A cada paso de sus pesadas botas, parecía hacer exhalar un vaho frío de entre las juntas del entablado de la cubierta, como si caminara sobre un cementerio.

    Con gran sigilo bajó por la escalera de gato.

    Al posar sobre la barca, ésta se meció suavemente, como si una mano invisible hubiera esperado por siglos para sostenerle.

    El capitán abandonaba su propio barco.

    Para él esta era una gran humillación, una afrenta a su valentía y su prestigio.

    Con desgana, tomó los remos y emprendió su viaje sin mirar atrás.

   Sabía que si lo hacía, el Niebla Negra dejaría de ser un barco y se revelaría como lo que realmente era: una tumba flotante.

   El mar estaba tan liso que los remos cortaban la superficie sin escucharse un solo chasquido. La Luna se duplicaba en cada palada, multiplicando su reflejo hasta convertirse en un prisionero de espejos.

    Remó durante muchas horas hasta perder la noción del tiempo. Quizá habían sido sólo un puñado de minutos; tal vez un par de horas; o, quizá, años.

    Bebió un poco de ron de una botella que sacó del interior de su saco, su único consuelo ante aquel mar desolado. 

     En algún momento, se pensó presa de un engaño más argüido por aquel extraño ser que ahora le había arrebatado no sólo su preciado navío, sino ahora parecía condenado a perecer sin memoria en medio del océano. Imaginaba su cadáver flotando por las aguas siendo devorado por bestias marina.

    En medio de estos delirios, levantó la mirada y pudo ver a lo lejos la silueta sin contorno claro de lo que parecía una isla, que se dejaba ver durante breves momentos envuelta en una niebla densa y oscura, la misma que ya le era familiar.

    Sintió un escalofrío recorrerle todo el cuerpo, como quien mira la muerte cara a cara.

    Cuando el bote tocó tierra, un aire sulfuroso le quemó la garganta.

    Fatigado, descendió de la barca y pisó la fina arena negra que a veces resplandecía con los pequeños rayos de Luna que se filtraban por entre las nubes negras. Se recostó y se entregó al sueño, claro, luego de refrescar su garganta con un poco de alcohol, y así ahogar los agrios recuerdos de la vigilia anterior.

    Una risa burlona interrumpió su sueño profundo.

    No; no provenía del oleaje del mar del fondo, que azotaba con estruendo las rocas de la costa, sino de una figura que parecía sobrevivir de una de sus pesadillas.

 

    Se incorporó súbitamente, pero no veía a nadie a su alrededor. La oscuridad de la noche había cedido a una ligera claridad que iluminaba el lugar. Aun así, aquellas voces no parecían tener un cuerpo visible. No lo veía, pero sabía quién era. 

    Sintió su corazón latir con fuerza, y pronto recordó la razón de encontrarse en aquel lugar.

    - Bienvenido, capitán Crowe -chilló una voz a sus espaldas, una voz que no era el viento ni de la de un hombre-. Me alegra no hayas desistido en cumplir el acuerdo. Hay una deuda qué pagar.  Fracasa… y tu alma será el eco que resuene dentro de una botella por toda la eternidad.

    El casco del geniecillo chisporroteó como hierro al rojo. Y la isla entera pareció reírse con él.

    El capitán se incorporó con furia con la fuerza de un rayo. Y, dirigiéndose a la criatura del mal, con voz desafiante y grave, le replicó:

    - No vine aquí para divertirte, maldito engendro del infierno. Con mis brazos he partido en dos a cualquier navío que se ha interpuesto en mi camino. Ningún mortal es rival para mí. Y, si llegaras a caer en mis manos, no correrías mejor suerte. 

    - Me halagan sus palabras de aprecio que siente por mí, Capitán Crowe. Desafortunadamente no estamos reunidos para hacer muestras de valentía y fortaleza. En esta hoja en juego tu alma, bien lo sabes. Un paso en falso, y caerás al abismo de esta prisión de cristal -contestó el geniecillo con tono burlón.

    - ¡Terminemos con ésto! -contestó el capitán con enfado.

    Mientras aquel duende danzaba por los aires mientras reía sin parar, agotando la paciencia del capitán, le dijo:

    - Advierto que mi hospitalidad no te resulta grata. Así que preste mucha atención, Capitán, para que no ponga en riesgo su permanencia en la tierra de los mortales -le replicó la extraña criatura.

    - Tu primera tarea será llevar a una bella y noble damisela de la península ibérica a la costa africana. Cuidarás que llegue con vida a su destino. Su nombre, "Doña Catalina de Albornoz".

    El capitán se estremeció como una tabla al recibir un fuerte martillazo. No por el desafío de la misión, sino al resonar en sus oídos el nombre de aquella mujer, como si el eco de una voz lejana hubiera tocado una fibra sensible en su interior.

    El resplandor de un relámpago iluminó brevemente su semblante.

    Pero pronto volvió en sí, y le dijo con rabia al ser maléfico:

    - ¿Acaso te burlas? Yo he combatido contra ejércitos enteros, he desafiado las más cruentas tormentas en medio de las más oscuras noches, y ahora me encargas una misión que hasta yo mismo podría haber encargado al más torpe de mis marineros. Subestimas mi arrojo y mi fortaleza. ¿Eso es todo, cuidar de una dama como si fuera yo una de sus nodrizas?

     - No te demores; te espera un largo viaje en tu pequeña balsa -replicó el engendro con dureza, consciente de la autoridad que ejercía sobre aquel mortal-. Por tu bien, no me decepciones, Capitán Crowe... o, ¡quizás sí!

   Estas últimas palabras las dijo llenando la atmósfera de chillidos y risas burlonas mientras desaparecía gradualmente en el aire.

     El Capitán le lanzaba puñetazos, pero fallando en todos sus intentos. Finalmente lo perdió de vista, y regresó a su barca, a esa prisión de madera que lo mantendría con vida mientras surcaba el océano.

    Tras varios días a la deriva por el océano, fue rescatado por el "La Estrella de Cádiz", un bergantín mercante español que se dirigía a puertos de la península ibérica.

     Aunque el Capitán era un hombre de los 7 mares, no dominaba a la perfección el idioma español, por lo que le fue más fácil trabar amistad con algunos ingleses que formaban la tripulación, a quienes relató cómo una tormenta los había sorprendido en medio del océano haciendo naufragar su navío, y cómo él era el único superviviente de aquella desgracia.

    Su sola presencia imponía con autoridad, por lo que no pocos se atrevieron a cuestionar su versión, incluido el capitán que estaba más enfocado en llegar pronto a puerto, donde sabía que los asuntos en tierra no estaban nada bien. 

    El Capitán Crowe, por su parte, por fin pudo comer y beber a saciedad; bueno, beber sólo con moderación, pues no quería dar una mala impresión a sus rescatadores.

    Pronto se unió al equipo y le fueron asignadas tareas propias de la embarcación.

    Ahora, veía ensombrecido su antiguo status de temido capitán para ser un simple marinero más del navío español.

    En su mente no dejaba de atormentarlo la risa burlona del duende maldito.

 

__________________________ 

[Continuará...] 

    En su nueva travesía como un simple marinero, el capitán Alistair "Bloodstain" Crowe conocerá a la joven y valiente Doña Catalina de Albornoz. Entre brumas y peligros, deberá protegerla de las maquinaciones del cruel y ambicioso Conde Ramiro de Alvear, enfrentando no sólo corsarios y tormentas, sino también los desafíos de su propio corazón. 

 

    

sábado, 27 de septiembre de 2025

La Leyenda del "Niebla Negra". Segunda Parte.

LA LEYENDA DEL "NIEBLA NEGRA"

Segunda Parte: El pacto de la botella

 

      A unos tres pasos de mí se detuvo el crujir. Ante la mirada propia y la de mi tripulación, vimos cómo una nube se transformaba en una figura pequeña y de aspecto terrible. La altura de aquel ser no llegaba ni a la cintura de cualquier hombre.

     Era un ser negro, un abismo de oscuridad era su cuerpo y sus extremidades. Llevaba una especie de casco sobre su negruzca cabeza, protección que me recordaba a un casco romano, del cual guardaba memoria de un viejo libro que había visto en algún barco que abordamos. De la parte superior salía un humo espeso y negro que se fundía con la niebla que nos había envuelto. Pero, cuando esta criatura infernal se molestaba, en vez de humo salían furiosas llamaradas que se elevaban varios metros por los aires.

     Llevaba un especie de manto rojo escarlata que cubría la mayor parte de lo que denominaríamos cuerpo. Sus pies eran como patas de un lobo, con garras afiladas. Sus alas estaban plegadas, y eran como las de los murciélagos, negras y translúcidas. De sus cortos brazos se extendían dos manos, que, más que manos, eran como garras de águila, con uñas afiladas como navajas.

     Nadie se atrevía mirarlo a la cara, pues no tenía rostro definido; sólo dos brillantes ojos amarillos que se entreabrían ocasionalmente, advirtiéndose una perversión diabólica. La risa burlona ahora tenía una forma bien definida.

     Dirigió su mirada a la tripulación atrincherada detrás de barriles, mástiles, costales y cuerdas. Luego, volteó su cabeza y me miró fijamente. Tras unos instantes volvió a reír burlonamente, como si ese fuera el lenguaje con que se comunicara. Cuando lo vi acercarse pausadamente hacia mí, en un instante de lucidez mental, ordené:

     - ¡Atrápenlo y mátenlo!

     Motivados por el miedo y su instinto de supervivencia, más que por la gravedad de mi orden, varios de ellos se dieron a la tarea de perseguirlo por toda la cubierta; pero aquel geniecillo del mal, se escabullía con facilidad de toda red que le era lanzada, de cada puñetazo que le era lanzado, mientras se desplazaba por los aires batiendo sus negras alas, y dejando un rastro acústico de sus carcajadas burlonas, como si se divirtiera haciendo desatinar a un grupo de torpes niños.

     Se le veía aparecer y desaparecer en diversos lugares. Finalmente, una red fue puesta encima de él cuando uno de mis más gordos marineros, Thompson, lo capturó por sorpresa. El engendro infernal fijó su mirada en "El gordo", quien, inmóvil, parecía haber sido hipnotizado por la extraña criatura. Soltó la red, y dando pasos torpemente hacia atrás, se retiró hasta la orilla de babor, y se tiró por la borda, cayendo en el mar. Pronto, sus compañeros se apresuraron a rescatarlo.

     Con sus afiladas garras, es pequeño espectro rompió la cuerdas de la red y salió de su breve encierro. Antes que hiciera un desperfecto más, saqué mi pistola de chispa Queen Anne finamente grabada con mi nombre que llevaba en el cinto, le apunté y le disparé a quemarropa. 

     Para mi sorpresa y desesperación, la bala atravesó a aquella criatura infernal sin causarle daño, como si hubiese disparado a la misma niebla. El proyectil solamente, con gran estruendo, abrió un boquete negruzco en cubierta. La criatura me miró fijamente con esos ojos amarillos brillantes, como quien mira a un condenado, y sentí un gran dolor en el brazo.

     Seguidamente, caí al suelo como golpeado en el rostro por una barra sólida de metal. Conmocionado yacía en el suelo. Sentía cómo las fuerzas abandonaban mi corpulento cuerpo, y sólo podía llevarme las manos al rostro para mitigar un poco el agudo dolor que sentía. Sentí el calor de la sangre hormigueando por mi frente.

     Allí supe cuán odiado y detestado era por mi tripulación.

    Tras años de maltratos, de maldecirlos, de insultarlos y golpearlos cruelmente en castigo a lo que a mi juicio era una grandísima ineptitud, y, sabiendo que mis manos no sólo portaban armas, sino llevaban tatuada la sangre de tantas vidas arrancadas por ellas, me vieron por fin indefenso y vulnerable.

     Descubrí, en medio de mi desgraciada condición, que mi voz de autoridad no se derivaba del respeto a mi persona, sino del temor que infundía. Pero ese temor sólo necesitaba de una pequeña chispa para transformarse en odio visible.

     Algunos ellos se acercaron. No; no se acercaron para ayudarme a ponerme en pie. Recibí algunos puntapiés de algunos de ellos. Alguno desenvainó su cuchillo, y, justo antes de que empezara a descender su brazo, el duende maldito lo hizo desvanecerse también de dolor que lo llevaban a emitir gritos ensordecedores.

   Aquella pequeña criatura literalmente nos tenía a sus pies. pies de lobo, como mencioné anteriormente. Con gran delicadeza, sacó una pequeña botella, la cual resplandecía vivamente en la oscuridad de la niebla.

     De sus labios, si es que tenía labios, salió una voz aguda que reverberaba en los oídos hasta casi enloquecer, que decía:

     - Valientes caballeros, que ahora huyen como indefensas perdices asustadas, en esta botella tengo las almas de otra embarcación como la de ustedes. No es la única, como imaginarán. Y -continuó, mientras sacaba otra botella, pero vacía- en esta otra estarán las almas de ustedes.

    Todos escuchaban aterrados sus palabras, mientras un relámpago iluminó brevemente aquel macabro escenario. Algunos lloraban, otros gritaban exclamando frases tales como "¡Virgen Santa, estamos condenados!", "¡Esa criatura es el mismo satanás!", "¡Mejor saltemos todos al mar!", "!Que Poseidón venga a rescatarnos!"

     Prosiguió el geniecillo del mal diciendo:

     - Se acercan a una tormenta mucho, la cual es mucho peor que la de esta madrugada. Un rayo caerá desde el corazón del cielo, partiendo por mitad su vetusto navío. Sólo quedarán cenizas flotando en el mar. Y ustedes morirán de formas tormentosas pagando por sus múltiples crímenes y su ambición desmedida... A menos que...

     - ¿A menos qué? - grité, casi sin fuerza, con voz apagada.

     Aquella figura espantosa volvió a reírse a carcajadas burlonamente.

    De alguna forma, aquel ser me trasladó a mi camarote, y pude, extremando mi esfuerzo, incorporarme y tumbarme en mi sillón de capitán. Cerró la puerta, y mi tripulación quedó expectante afuera del camarote.

    - ¿Qué exiges? -susurré-. ¿Oro, plata, diamantes? ¿Esclavos?

     La criatura inclinó la cabeza. Su risa fue la única respuesta.

    Así que insistí, y pude retumbar su voz en mi cabeza, como un martillo golpeando una roca. 

     Tomé una hoja en blanco que llené con palabras que sellaban una promesa, y que haría en nombre de mi tripulación, para que a ellos no les causara ninguna otra desgracia. 

     Firmé aquella hoja, no con tinta aceitosa, sino con mi misma sangre, la cual se acumulaba en mi ropa dejando más manchas. Pero ahora era mi sangre.

      La criatura infernal tomó el papel, lo guardó en el frasco, y amenazó con hacernos pasar por peores tormentos encerrados en su botella si osaba romper mi promesa.

     Riendo a carcajadas, se fue desvaneciendo y transformándose en una bruma más de aquella niebla. Sus risas diabólicas me atormentan todavía y me hacen estremecer a cada día que las recuerdo.

     Extrañamente, pronto fue desvaneciéndose la oscura neblina, así como la tormenta que ya amenazaba con tragarse completo nuestro ya sentido velero. Vimos el Sol en el horizonte. 

    La tripulación se sintió aliviada, y pronto recobraron el ánimo.

     Dubois comenzó a entonar sus cantos más feliz que nunca, y a él se le unieron otras voces. 

    - ¡Caballeros! -me dirigí a ellos con voz fuerte- Acabamos de atravesar un momento cruel y angustiante que dejará una marca imborrable en nuestras vidas, vidas que hemos salvado como un conejo se libra de la trampa. Pero no, no ha sido la suerte la que nos salvó. Han sido nuestros actos los que nos llevaron a esta situación extrema, y son nuestros actos los que nos llevarán a ella nuevamente, o a disfrutar de una vida memorable. 

     Trataba de ordenar mi agitada cabeza, mientras la brisa salada del mar iba cauterizando mis heridas.

      - Es nuestro deber dejar obrar el mal, si no queremos que vengan más desgracias futuras. Quiero que prometan que, a partir de ahora, todos lleven una vida digna, si no virtuosa, al menos, dejen de causar daño.

     McKenna -dije dirigiéndome a mi primer oficial- abandona la violencia y la bebida. No intentes solucionar tus diferencias a golpes.

     Cornelius -ahora le hablaba a mi contramaestre- deja a un lado tu orgullo y tu envidia, de lo contrario serán tu perdición.

     - Y cada uno de ustedes -dije finalmente a la tripulación- dejen de robar, dejen la avaricia, la ambición que los lleva cometer los crímenes más crueles. Al desembarcar en las costas de Inglaterra, repartirán el botín ganado a precio de sangre, y lo repartirán. Y, finalmente, trabajarán de forma honrada y responsable. Esto, como digo, si no quieren terminar en una botella de vidrio sufriendo tormentos interminables.

     - Les habló su capitán... Caballeros.

     - ¡Ah!, y por favor, nunca cuenten lo sucedido en esta noche. Se los repito una vez más, nunca lo cuenten a nadie, ni siquiera bajo los influjos del ron, de lo contrario yo mismo haré que se traguen sus palabras a puñetazos.

     Vi ondear nuestra bandera pirata en lo alto de la mayor, y ordené retirarla y quemarla.

     La luz del día se atenuaba cada vez más. El día envejecía y cedía su lugar al manto de la noche, iluminada ahora por los rayos lunares.

     Aquí en mi encerrado en mi camarote, doy testimonio de la veracidad de estos hechos. Y con esto concluyo, dejando este escrito para la posteridad, por si alguien lo encuentra.

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     Al pie de este escrito, en la última página, quedaba plasmada la firma del capitán Alistair “Bloodstain” Crowe.

      A la mañana siguiente, al rayar el alba, los marinos, como era su costumbre, se agruparon en cubierta esperando las instrucciones de su capitán. Esperaron y esperaron en medio de conversaciones en torno a lo sucedido la víspera del día anterior. 

     Reanudaron sus faenas con diligencia, sin darle mucha importancia a que su capitán no se presentase en esta ocasión, aunque fuera la primera vez que esto sucedía.

     Sólo Cornelius y McKenna se resolvieron a ir al temido camarote del capitán. 

     Tocaron insistentemente a la puerta, gritaban "¡Capitán!" pero sólo el silencio respondía. El capitán parecía seguir durmiendo.

      Con un golpe seco dado a la puerta con un madero, pudieron finalmente entrar.

     Del capitán no había rastro alguno.

     Se dio la voz de alerta para buscar a su capitán por toda la embarcación.

     Nadie lo encontró. Como si un monstruo invisible lo hubiera devorado. Algunos pensaron que aquel pequeño demonio se lo había llevado como pago del rescate. Otros decían que se había arrojado al mar durante la noche. Como la noche, como el océano, aquello era un insondable misterio.

     McKenna tomó el mando y se dirigieron a Inglaterra guiados por Mateo “El Mapas” Valverde.

     Al cabo de algunos días llegaron a puerto, aliviados, felices, y desconcertados por la misteriosa desaparición de su valiente capitán.

     Pronto se familiarizaron con la gente de aquella población, y empezaron a repartir sus tesoros tal como lo habían prometido al que otrora fungía como su capitán.

    La embarcación quedó abandonada en el puerto, testigo mudo de innumerables y crueles batallas libradas en los rincones más impensables del océano.

    Cornelius y McKenna, quienes ya se habían hecho muy amigos, pronto notaron la presencia de una figura extraña que parecía vigilar cada detalle en alta mar y en el puerto mismo. Pero no, no era un ser maléfico del cual apartarse como si se tratase del mismo demonio.

    Estos dos marinos notaron algo especial en aquel personaje. Era un anciano decrépito, sentado en una silla, con el rostro surcado por innumerables arrugas, una figura frágil que no hablaba y no parecía escuchar. Parecía estar en otro mundo. Sólo su mirada se quedaba fija en algún punto del océano infinito, como si lo surcara de norte a sur, de este a oeste dentro de su mente. 

    Había algo peculiar en él. Aquellos ojos azules les recordaban los de su capitán. No sólo eso, las ropas deterioradas que vestía aquel anciano, asemejaban mucho a las que traía puestas su capitán al momento de desaparecer del "Niebla Negra".

    Lo observaban con detenimiento mientras un escalofrío recorría sus sendos cuerpos. 

    Pronto se acercó una mujer de edad madura quien dijo estar cuidando de aquel hombre.

    Contó que hacía algunos días lo encontraron vagando por la ciudad; que, efectivamente, no hablaba y parecía estar fuera de sí. No portaba armas ni dinero. Lo llevaron a un asilo situado casi junto al puerto, y cada mañana levantaba con lentitud su mano enflaquecida señalando el mar. Y allí lo llevaban día tras día. De vez en cuando se le veía derramar una lágrima por su mejilla.

     Se retiraron del lugar no dando crédito a lo que habían visto, convencidos que alguna extraña maldición lo había llevado a tan deplorable condición.

     Al cabo de algunas semanas, el anciano murió y se procedió a su sepultura, sin saber nadie su nombre ni de su historia personal hasta aquel momento.

     Sólo hasta este día de su muerte le fue retirada la chaqueta que le cubría. Al examinarla, encontraron este diario y una copia del pacto hecho con aquella criatura real o imaginaria, firmada por 

    Alistair “Bloodstain” Crowe.

    Quien hojee estas páginas quizá crea que son fantasía de un marino borracho esclavo fiel de una botella de ron.

    Sin embargo, cada amanecer, cuando el puerto de Portsmouth se cubre de bruma, algunos juran escuchar una risa infantil y burlona flotando sobre las aguas… como si la botella del pacto aún no se hubiera roto.

    Y el lector, ¿qué piensa de todo esto? ¿Realidad o fantasía?

     [En una próxima entrega develaremos más misterios de esta inquietante historia...]

    

La Leyenda del "Niebla Negra". Primera Parte.

LA LEYENDA DEL "NIEBLA NEGRA"

Primera Parte: La Tormenta y la Niebla

 

    La mente del ser humano es como el océano, misterioso, profundo, a veces la calma domina de este a oeste, y otras, inclementes tormentas lo azotan con la furia implacable de los dioses del Olimpo. Cualquier navío, por grande y robusto que sea, puede ser sacudido como una frágil hoja a la deriva, e incluso sucumbir ante las traicioneras aguas marinas.

    Tal es el caso del "Niebla Negra", cuya sola mención de su nombre hacía estremecer todo el cuerpo de cualquier marinero. Un barco pirata tripulado por hombres que, por su crueldad y ambición insaciable, eran, a los ojos de todos, ya no seres humanos, sino bestias monstruosas, temibles como el mismo demonio.

     Lo que sucedió con aquella embarcación sigue envuelta en el misterio hasta nuestros días. En las tabernas del sur de Inglaterra, se siga hablando de este suceso intrigante, de cómo en una noche cambió el destino de aquellos desalmados, y para nunca más saberse de ellos.

    Aquí el relato tal como aparece en una hoja amarillenta y con letras casi ilegibles por el paso del tiempo, escrita con el puño, antes poderoso, de su capitán, el despiadado y temible "Bloodstain".

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    Diario de Alistair "Bloodstain" Crowe, Capitán del "Niebla Negra"

    Latitud desconocida, noche del 13 de octubre de 1836

    Yo, Alistair "Bloodstain" Crowe, por la sangre que corre por mis venas, por aliento que mantiene latiendo mi corazón, doy fe de la autenticidad de los acontecimientos ocurridos aquella noche, bajo pena de sufrir los más terribles tormentos imaginados si faltara a la verdad.

    A bordo de nuestro bergantín "Niebla Negra", habíamos luchado durante horas contra una tormenta inesperada en medio del Atlántico. Las aguas calmas y los cielos prístinos de pronto volcaron toda su furia contra nuestra embarcación, como un castigo divino dirigido deliberadamente a escarmentar nuestros temperamentos.

    Cuando toda la nave parecía partirse en mil pedazos en medio de las gigantescas olas, y, mi tripulación agotada de hacer con la mayor destreza la labor de mantener el navío a flote, la tormenta cesó. Pero los daños se podían advertir de proa a popa por toda la cubierta.

    Aunque la fatiga era extrema, era necesario mantener el rumbo de la embarcación haciendo los ajustes necesarios.

    - ¡Arría la vela mayor antes de que el viento nos parta el palo mayor! -gritó el primer oficial Irwing “Iron Will” McKenna, un irlandés de carácter feroz, de mandíbula cuadrada, violento y supersticioso, bebedor insaciable de ron.

     ¡Un momento, señor! ¿Acaso no ve que estoy dejando firme la jarcia de mesana? -respondió gruñendo el contramaestre Cornelius “Old Salt” De Vries, un veterano holandés, viejo lobo de mar, mal encarado, orgulloso, quien cree saber todo, incluso más que su capitán.

      - ¡Mateo! ¿En dónde estamos, y hacia dónde nos dirigimos? -le pregunté en voz alta a “El Mapas” Valverde, experto en cartas de navegación.

     - Ahora estoy leyendo las brújulas, y cotejando con los mapas, pero seguimos perdidos, capitán; necesito que estas malditas nubes se disipen para poder leer los cielos -respondió Mateo, criollo cubano, tramposo al hablar y al actuar, astuto y escurridizo.

     A unos pasos se encontraba un grupo de marinos ordenando la cubierta. Entre ellos estaba cantando Jean “Chanteclair” Dubois, un franco-haitiano que no se dejaba vencer fácilmente por la adversidad, lo cual levantaba la moral de toda la tripulación. Sin embargo, en varias ocasiones fue pillado sustrayendo pequeños objetos de la bodega escondiéndolos en los múltiples bolsillos de su chaqueta. 

     Kwame “Two Nails” Mensah, un liberano alto y fornido, de tez oscura, el carpintero de abordo, con su calma característica, remendaba tramos de madera a estribor. Silencioso, denotaba que hasta para hablar era flojo y evitaba cualquier conflicto.

     Me dirigí, entonces, con voz firme y fuerte, a mis 39 subordinados reunidos en cubierta en afanosas tareas y les dije:

     - ¡Hombres de los 7 mares! ¡Temibles entre todos los hombres que surcan la inmensidad de los océanos! Hemos salido airosos de una maldita tormenta que hizo crujir el casco entero de nuestro bergantín. Ahora, lamento anunciarles, que el peligro no ha terminado.

     Levanté mi brazo y apunté al horizonte cercano, donde cielo y tierra se rozaban el uno al otro, pero sin tocarse.

      El silencio era absoluto.

    - Una espesa niebla se acerca a nosotros. Una niebla oscura que me dice que ésta puede ser más destructiva que la maldita tormenta que acabamos de afrontar. "Niebla Negra" es un nombre temible para cualquier mortal, pero también puede ser un presagio de un destino inevitable. No bajen la guardia. Prepárense, y no pierdan la calma aunque el mismo satanás se esconda en aquel abismo negro.

     Me retiré a mi camarote, pues he aprendido a leer el mar, cada gota de lluvia, cada brisa débil y fuerte, y cada olor venido de las profundidades del océano. La noche me ha hablado, y sé que estamos por llegar a un punto crucial en nuestras vidas.

     Como todos lo esperábamos, la espesa y oscura bruma cayó sobre el navío como un sudario. No se ve ni a tres brazas de la proa. La tripulación está desconcertada.

     El timonel, confundido, dice que el mar calla demasiado, que las olas parecen contener el aliento. Ordené cazar las escotas y firmar la jarcia; órdenes que se ejecutaron con la velocidad de un rayo. Pero las robustas cuerdas crujen, como si algo más que el viento las tensara. No es bruma común; lo sé en las entrañas. Quizá sea humo arrastrado por el viento desde el mismo infierno.

     La situación en cubierta gradualmente fue empeorando con sucesos aislados, y luego con una multitud de pequeñas desgracias que les ocurrían a cada uno de mis tripulantes.

    Salí de mi camarote, pues sentía que todo él se estrechaba contra mí amenazando con aplastarme.

     McKenna, el irlandés, mi primer oficial, mascaba maldiciones escupiéndolas con desagrado a los cuatro vientos, cuando una maroma suelta lo golpeó en la mandíbula con la fuerza de un toro embravecido. Juró que nadie la había soltado. Gemía, y vi la sangre correrle por la comisura de los labios y, por primera vez, lo escuché tartamudear.

     No mejor suerte corría los demás. El viejo De Vries, quien en un momento se jactaba de su pericia en la jarcia, escuchó la madera retorcerse y el obenque de babor se partió en seco. Nadie había tocado ese cabo. Sus ojos, tan acostumbrados a los nudos, parpadearon con la incredulidad de un novato. El miedo lo había paralizado.

     Valverde, pálido como la misma muerte, corrió hacia mí desconcertado, al descubrir que sus mapas estaban en blanco y las brújulas giraban caprichosas sin rumbo, como si la misma mar entera hubiese perdido el norte. Lo vi persignarse antes de murmurar que el mismísimo demonio le soplaba en la nuca.

     El perezoso Kwame, el carpintero, no da abasto. Por cada escotilla que repara, aparece otra abierta; cada cuaderna que clava cruje como hueso roto. Sudaba a chorros, clavando clavos como si la cubierta entera quisiera desarmarse.

    Dubois, el haitiano, que siempre canta para espantar el miedo, abrió la boca para entonar su shanty y no salió sonido alguno. Lo vi palpar con desesperación su garganta con ojos de ahogado, mientras los barriles de ron a su cargo rodaban solos por la bodega, en una caprichosa danza macabra.

    Era como vivir el Juicio Final. Toda la tripulación, otrora llena de valientes e indomables hombres, fuertes y envidiados hasta por el mismo mar, ahora corrían asustados de babor a estribor, de proa a popa, haciendo ademanes como invocaciones para ahuyentar los demonios que se habían apoderado del desgraciado velero.

    Mientras cada evento ocurría, se podían escuchar risas y carcajadas, casi infantiles, que parecían surgir de cualquier lugar, dependiendo de dónde ocurriera la desgracia. Su risa burlona estremecía hasta la médula. 

    Era un espectáculo caótico que desmoralizaba a cada uno de mis hombres.

   En manada, se veía a las ratas arrojarse a las profundidades de la aguas, presas de un pánico inexpresable, optando por el suicido a correr con la misma suerte que la tripulación.

    Sabía que pronto llegaría mi turno.

    Un sudor frío recorría cada poro de mi cuerpo.

   Los ojos se me secaron, y tornábanse rojizos, aludiendo a mi apodo de "Bloodstain", mancha de sangre, apodo que me había ganado luego de que mi chaqueta se impregnara de sangre en uno de los tantos abordajes que había realizado. Alguna de mis miserables víctimas dejó esa impronta sobre mis lomos. 

     El corazón latía angustiado; podía escuchar su latir como un tambor resonando en mi pecho.

     Podía mandar a mi tripulación, pero aquellas fuerzas diabólicas estaban fuera de mi control.

    - ¡Por el infierno, algo se mueve en la jarcia! -exclamó Mateo blanco de miedo como la espuma del mar

     Un sonido surgido del entablado estremeció a toda la turba. Aquel sonido parecía provenir de la madera que se hundía en la cubierta, como si una fuerza invisible doblegara con su peso la superficie sobre la que se soportaba. Los crujidos avanzaron hacia mí, quien, estupefacto, quedé inmóvil contemplando lo increíble. 

[Continuará...]