Había permanecido en vela hasta la media noche. Sabía que era la hora de partir para dar cumplimiento a las palabras escritas en aquella hoja y rubricadas con su propia sangre.
Sus pasos eran lentos pero decididos, como quien arrastra sobre sí mismo el peso de su propio cadáver.
Salió del camarote. La noche era tranquila y casi se podía escuchar el respiro del "Niebla Negra" meciéndose sobre las aguas.
Bajo aquel cielo de plata dormía toda la tripulación. Y, aunque nadie velaba, agotados por la refriega y el miedo, como un pajarillo que busca refugio en su nido situado en lo alto de un árbol, sentía que era observado incluso desde lo profundo de sus sueños.
La Luna derramaba su luz casi espectral a un costado del navío. Allí, en la banda de babor, a un costado, una pequeña barca de remos lo esperaba.
A cada paso de sus pesadas botas, parecía hacer exhalar un vaho frío de entre las juntas del entablado de la cubierta, como si caminara sobre un cementerio.
Con gran sigilo bajó por la escalera de gato.
Al posar sobre la barca, ésta se meció suavemente, como si una mano invisible hubiera esperado por siglos para sostenerle.
El capitán abandonaba su propio barco.
Para él esta era una gran humillación, una afrenta a su valentía y su prestigio.
Con desgana, tomó los remos y emprendió su viaje sin mirar atrás.
Sabía que si lo hacía, el Niebla Negra dejaría de ser un barco y se revelaría como lo que realmente era: una tumba flotante.
El mar estaba tan liso que los remos cortaban la superficie sin escucharse un solo chasquido. La Luna se duplicaba en cada palada, multiplicando su reflejo hasta convertirse en un prisionero de espejos.
Remó durante muchas horas hasta perder la noción del tiempo. Quizá habían sido sólo un puñado de minutos; tal vez un par de horas; o, quizá, años.
Bebió un poco de ron de una botella que sacó del interior de su saco, su único consuelo ante aquel mar desolado.
En algún momento, se pensó presa de un engaño más argüido por aquel extraño ser que ahora le había arrebatado no sólo su preciado navío, sino ahora parecía condenado a perecer sin memoria en medio del océano. Imaginaba su cadáver flotando por las aguas siendo devorado por bestias marina.
En medio de estos delirios, levantó la mirada y pudo ver a lo lejos la silueta sin contorno claro de lo que parecía una isla, que se dejaba ver durante breves momentos envuelta en una niebla densa y oscura, la misma que ya le era familiar.
Sintió un escalofrío recorrerle todo el cuerpo, como quien mira la muerte cara a cara.
Cuando el bote tocó tierra, un aire sulfuroso le quemó la garganta.
Fatigado, descendió de la barca y pisó la fina arena negra que a veces resplandecía con los pequeños rayos de Luna que se filtraban por entre las nubes negras. Se recostó y se entregó al sueño, claro, luego de refrescar su garganta con un poco de alcohol, y así ahogar los agrios recuerdos de la vigilia anterior.
Una risa burlona interrumpió su sueño profundo.
No; no provenía del oleaje del mar del fondo, que azotaba con estruendo las rocas de la costa, sino de una figura que parecía sobrevivir de una de sus pesadillas.
Se incorporó súbitamente, pero no veía a nadie a su alrededor. La oscuridad de la noche había cedido a una ligera claridad que iluminaba el lugar. Aun así, aquellas voces no parecían tener un cuerpo visible. No lo veía, pero sabía quién era.
Sintió su corazón latir con fuerza, y pronto recordó la razón de encontrarse en aquel lugar.
- Bienvenido, capitán Crowe -chilló una voz a sus espaldas, una voz que no era el viento ni de la de un hombre-. Me alegra no hayas desistido en cumplir el acuerdo. Hay una deuda qué pagar. Fracasa… y tu alma será el eco que resuene dentro de una botella por toda la eternidad.
El casco del geniecillo chisporroteó como hierro al rojo. Y la isla entera pareció reírse con él.
El capitán se incorporó con furia con la fuerza de un rayo. Y, dirigiéndose a la criatura del mal, con voz desafiante y grave, le replicó:
- No vine aquí para divertirte, maldito engendro del infierno. Con mis brazos he partido en dos a cualquier navío que se ha interpuesto en mi camino. Ningún mortal es rival para mí. Y, si llegaras a caer en mis manos, no correrías mejor suerte.
- Me halagan sus palabras de aprecio que siente por mí, Capitán Crowe. Desafortunadamente no estamos reunidos para hacer muestras de valentía y fortaleza. En esta hoja en juego tu alma, bien lo sabes. Un paso en falso, y caerás al abismo de esta prisión de cristal -contestó el geniecillo con tono burlón.
- ¡Terminemos con ésto! -contestó el capitán con enfado.
Mientras aquel duende danzaba por los aires mientras reía sin parar, agotando la paciencia del capitán, le dijo:
- Advierto que mi hospitalidad no te resulta grata. Así que preste mucha atención, Capitán, para que no ponga en riesgo su permanencia en la tierra de los mortales -le replicó la extraña criatura.
- Tu primera tarea será llevar a una bella y noble damisela de la península ibérica a la costa africana. Cuidarás que llegue con vida a su destino. Su nombre, "Doña Catalina de Albornoz".
El capitán se estremeció como una tabla al recibir un fuerte martillazo. No por el desafío de la misión, sino al resonar en sus oídos el nombre de aquella mujer, como si el eco de una voz lejana hubiera tocado una fibra sensible en su interior.
El resplandor de un relámpago iluminó brevemente su semblante.
Pero pronto volvió en sí, y le dijo con rabia al ser maléfico:
- ¿Acaso te burlas? Yo he combatido contra ejércitos enteros, he desafiado las más cruentas tormentas en medio de las más oscuras noches, y ahora me encargas una misión que hasta yo mismo podría haber encargado al más torpe de mis marineros. Subestimas mi arrojo y mi fortaleza. ¿Eso es todo, cuidar de una dama como si fuera yo una de sus nodrizas?
- No te demores; te espera un largo viaje en tu pequeña balsa -replicó el engendro con dureza, consciente de la autoridad que ejercía sobre aquel mortal-. Por tu bien, no me decepciones, Capitán Crowe... o, ¡quizás sí!
Estas últimas palabras las dijo llenando la atmósfera de chillidos y risas burlonas mientras desaparecía gradualmente en el aire.
El Capitán le lanzaba puñetazos, pero fallando en todos sus intentos. Finalmente lo perdió de vista, y regresó a su barca, a esa prisión de madera que lo mantendría con vida mientras surcaba el océano.
Tras varios días a la deriva por el océano, fue rescatado por el "La Estrella de Cádiz", un bergantín mercante español que se dirigía a puertos de la península ibérica.
Aunque el Capitán era un hombre de los 7 mares, no dominaba a la perfección el idioma español, por lo que le fue más fácil trabar amistad con algunos ingleses que formaban la tripulación, a quienes relató cómo una tormenta los había sorprendido en medio del océano haciendo naufragar su navío, y cómo él era el único superviviente de aquella desgracia.
Su sola presencia imponía con autoridad, por lo que no pocos se atrevieron a cuestionar su versión, incluido el capitán que estaba más enfocado en llegar pronto a puerto, donde sabía que los asuntos en tierra no estaban nada bien.
El Capitán Crowe, por su parte, por fin pudo comer y beber a saciedad; bueno, beber sólo con moderación, pues no quería dar una mala impresión a sus rescatadores.
Pronto se unió al equipo y le fueron asignadas tareas propias de la embarcación.
Ahora, veía ensombrecido su antiguo status de temido capitán para ser un simple marinero más del navío español.
En su mente no dejaba de atormentarlo la risa burlona del duende maldito.
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[Continuará...]
En su nueva travesía como un simple marinero, el capitán Alistair "Bloodstain" Crowe conocerá a la joven y valiente Doña Catalina de Albornoz. Entre brumas y peligros, deberá protegerla de las maquinaciones del cruel y ambicioso Conde Ramiro de Alvear, enfrentando no sólo corsarios y tormentas, sino también los desafíos de su propio corazón.